WITTGENSTEIN Y EL ARTE

El de Wittgenstein es un modo de pensar dialógico y sin últimas palabras que combina el rigor analítico con la valoración de lo singular, la apertura a las turbulencias con la exigencia de claridad delimitadora, las suposiciones imaginativas con la búsqueda de satisfacción en una concordancia en la praxis. ¿Cabría decir que es un estilo de pensar que tiene en el arte su epítome? ¿Puede verse en ello un giro epocal? No son éstas unas preguntas inocentes -por cuanto no admiten respuestas directas-, ni tampoco creo que no puedan generarse contradicciones entre sus términos y lo dicho anteriormente. Antes al contrario, quisiera que sirvieran de orientación para ver a donde vamos pero también para encararnos a esas dificultades, iluminándolas y, si cabe, soslayándolas a partir de ejemplos y paralelismos representativos del trastorno epistémico. A esto se dedicará la primera parte de la exposición; mientras que la segunda se concentrará en el modo de pensar de Wittgenstein y en su tonalidad estética o asociable al arte.

 

I

 

Ya la misma noción de “arte”, así en singular, parece haberse hecho hoy embarazosa, tanto en el plano de las “prácticas” o “intervenciones” como en el plano teórico, donde se prefiere hablar de “las artes” a fin de evitar la idea de un campo unificado según el modelo que remite a unas propiedades comunes entre los componentes. Sin embargo, decimos “Wittgenstein y el arte” y nos entendemos; aún más: en este caso se entiende mejor lo que queremos decir que si dijéramos “Wittgenstein y las artes”, ya que no vamos a centrar nuestro interés en la aproximación activa de Wittgenstein a determinadas artes (otras ponencias de este congreso hablan de ello). Sin duda, la importancia que tuvieron para él la música, la escultura y la arquitectura tienen que ver con la tonalidad de un pensamiento que puede asociarse a eso que entendemos cuando decimos “arte”; mas es en esa tonalidad del pensar donde pondremos el acento, aun constatando que no se trata del pensamiento de un artista, antes bien de un filósofo que mostró los peligros de conceptos auráticos como “arte” y “artista” –o “filósofo”.

 

El acuerdo en el uso y en los problemas que el término “arte” puede deparar es resultado de lo mismo: de haber aprendido una lengua –y, por tanto, compartir una cultura- donde estos términos se usan cotidianamente, sin que haya dificultades de inteligibilidad pero sin que tampoco pueda decirse que es “usado en todo momento a plena satisfacción”. Según Wittgenstein esto último ocurre cuando el lenguaje trabaja[1] sin que nada nos induzca a preguntar qué ocurre dentro de nosotros o a buscar atajos analógicos para salvar desniveles en los usos de un término[2]. Desenredar estos “nudos” es lo que se propone la conocida idea de reducir las palabras usadas metafísicamente a su utilización cotidiana. Puede ocurrir, empero, que lo propio de un ámbito conceptual sea un relativo grado de incertidumbre -y en ese caso la completa seguridad sería una pérdida: es el caso del ámbito estético.

 

Por otra parte, la desauratización de las palabras utilizadas metafísicamente es algo cada vez más difícil de poner en práctica en la medida en que la “tendencia a sublimar”[3] se ha extendido a la vida cotidiana por la influencia totalitaria del periodismo (proceso ya anunciado por Karl Kraus y por el mismo Wittgenstein cuando reacciona contra los modos periodísticos de divulgación científica). Si la metafísica en el mundo moderno era el aura o la “niebla” que compensaba un desencantamiento de la vida especialmente visible en el plano del necotium, esta virtualidad compensatoria ha ido traspasándose cada vez más a la actividad artística y a su recepción vistas como formas supremas del otium. Lo ideal que podía deslumbrar se ha democratizado, de modo que lo que en ello hay de devaluación acentúa la necesidad de efectos auráticos, mientras que lo que hay de pérdida de autoridad se traduce en malestar cuando persiste la presencia de algo así como una reserva espiritual.

 

Aunque, en realidad, el problema no es que persista un elemento metafísico sino que se produzca la confusión de planos que Wittgenstein ve como la marca de lo metafísico. Y que aparece, por ejemplo, cuando hablamos de arte y confundimos lo conceptual que ahí nos constriñe con la búsqueda de la naturaleza de lo artístico. Precisamente una importante aportación de Wittgenstein en el ámbito estético es la de haber dejado atrás el problema de la definición del arte, sustituyendo el modelo de clasificación basado en atributos de identidad por otro más adecuado como es el de los parecidos de familia entre juegos de lenguaje. Cuando decimos “arte” nos hallamos ante una cadena de formaciones que muestran un “parentesco” en los eslabones en contacto pero que no se da en los niveles de sentido más alejados -igual que ocurre con la palabra “amor”-. Y constatamos que, si a veces ese término puede llevarnos en dirección contraria al paso de lo sustancial a lo funcional que caracteriza la crisis de los modelos taxonómicos, una vez situados en ese giro el término en singular tiene la virtud de sugerir las transiciones entre cadenas intermediarias de casos. Pues de eso se trata: no ya de remitir a una categoría única o una propiedad común, sino de mostrar el radio de acción y las interconexiones de los variados juegos que jugamos con esa palabra; no ya de buscar un fundamento que soporte y cierre el campo semántico, sino de confrontar marcos contextuales sin otro límite que el de lo humano como lo conocemos en este momento.

 

Situados en esta perspectiva no podemos dejar de tener en cuenta lo que ha devenido “patrimonio de la especie” (Musil) y que nos ha llevado a hablar de ésta como de un “animal compliqué” (Valéry) o un “animal ceremonial” (Wittgenstein); punto en que debemos recordar que esta última expresión comparece en referencia a los festivales ígneos investigados por Frazer. En sus Observaciones a La rama dorada Wittgenstein dice algo que puede parecer banal: “cada perspectiva es significativa para aquel que la ve como significativa”; pero la banalidad desaparece cuando vemos contra qué dice eso: en primer lugar, contra la consideración positivista de Frazer según la cual la magia “es un sistema espurio” y todo rito sacrificial “un error”, y también contra la idea de que “a cada perspectiva corresponde su propia fascinación”. En ambos casos, y conforme a lo que decíamos antes, el problema viene dado por la aplicación de un modelo único a situaciones heterogéneas: cuando no basta con hacer observar a los hombres un “error para persuadirles de su manera de de actuar”, no hay “error alguno” ni sirve el modelo de explicación hipotética o causal-evolutiva, así como en otros casos no tiene sentido hablar de “fascinación”.

 

En el primer grupo de casos convergen una dimensión estética y una dimensión antropológica, cuya confluencia delinea la zona en la que Wittgenstein se detiene en sus notas sobre filosofía de la psicología –siendo ésta una intersección que también observa Mauss, no menos crítico con Frazer, cuando se interesa por las relaciones de orden representacional existentes entre su objeto disciplinar, el arte y el psicoanálisis-. Por una parte, emerge aquí lo bajo en el sentido de despreciado por la tradición que ha tendido a sublimar la condición racional del hombre. Por otra parte, comparece una superficie organizada, como se ve asimismo en la idea de Mauss del potlatch como sistema global y en toda la obra de su discípulo Levi Strauss; en cambio, en otros autores que en ciertos aspectos son herederos de Mauss como Bataille y sus cofrades toma prioridad el primer aspecto (“materialismo bajo”, “zona salvaje”…), como no deja de recriminarles Walter Benjamin, en cuyo “materialismo antropológico” ambas vertientes se interpenetran dialécticamente. Posteriormente todo ese giro ha sido denominado por Sloterdijk “realismo de lo bajo” –frente a la idealidad de lo espiritual o superior-, así como Foucault ha hablado de nuevas posibilidades de interpretación que escudriñan “los bajos fondos” y restituyen “la profundidad como secreto absolutamente superficial”[4]. Hofmannsthal lo dijo ya en un aforismo de El libro de los amigos: “¿la profundidad se esconde? ¿Donde? En la superficie”. Y es esta superficie la que Benjamin propone leer como un texto -a partir de Hofmannsthal, aunque también lo podría haber dicho a partir de Mallarmé, respecto al cual Adorno le reclamaba un ensayo en una misma carta donde remarca el carácter materialista de la famosa frase mallarmeana de que la poesía se hace con palabras[5].

 

También Valéry o Musil miran simultáneamente a ambas planos, rechazando tanto la pobreza de sentido del positivismo como los sinsentidos por exceso de la metafísica. Pero es en la propia evolución de Wittgenstein donde este giro toma sus perfiles más pregnantes. Cuando criticando al autor del Tractatus Wittgenstein habla de descenso al suelo rugoso porque en lo cristalino no se puede caminar, no sólo impugna un orden que remitía a “la sustancia del mundo” conforme a un ideal de transparencia, sino que se abre a la praxis de la intercomunicación en su infinita multiplicidad, y por tanto también a lo “semilingüístico” –un suspiro, un sollozo- o a los gestos que oscilan entre esto y lo ritualizado. Y es ahí donde lo que pudiera verse como desvarío o salvación según las ópticas se une con lo que tradicionalmente se ha considerado más bajo y ahora emerge como instancia de sentido. Ahí es donde reclama ser considerado lo que Frazer no podía ver por su óptica cientificista, en parte mantenida en el neopositivismo del Wienerkreis. Cuando Otto Neurath postula que “en la ciencia no hay profundidades; por todas partes hay superficie”, esta es una superficie que llena todo el campo de visión. En cambio, la de Wittgenstein es una superficie estratificada y surcada de fallas por donde no dejan de emerger modos de comportamiento instintivos. Así, en las observaciones sobre Frazer Wittgenstein apunta a las tendencias enraizadas que hacen que festividades como los sacrificios no puedan inventarse sin más, al tiempo que propone “agudizar nuestra mirada ante una relación formal” y reagrupar el material en “una representación sinóptica”[6]. Este es un despliegue de conexiones y diferencias que aquí contraría los prejuicios positivistas respecto a la distancia y cercanía de lo mágico, sin ser tampoco afín a las regularidades de la antropología estructural. Pues Wittgenstein rechaza la tentación de “trazar líneas que pongan en contacto las partes que son comunes” a los diversos ritos porque entonces “quedaría fuera de la vista una parte, precisamente aquella que une esa imagen con nuestros sentimientos” y que “es la que da a la investigación su profundidad”[7]. Por contra, frente a la tendencia a sublimar lo que en esas configuraciones primarias o siniestras sigue siendo familiar y subyugante, Wittgenstein nos previene contra el encanto inherente al extravío en el “laberinto” de las profundidades y no deja de percibir cierta relación entre la fascinación por lo oscuro y “las nubes de humo” de la metafísica racionalista; así en 1937 escribe en su diario: “…los problemas que se producen por la mala concepción de las formas de nuestro lenguaje, siempre tienen el carácter de lo profundo”[8]. Y en este sentido no deja de criticar en Freud la tendencia a buscar “una esencia que lo englobe todo”, si bien tampoco deja de constatar la importancia de Freud en el cambio de dirección en tanto que contribuye a reorientar la mirada hacia lo ínfimo en conexión con lo lingüístico. Si ponemos la sintomatología de la vida cotidiana al lado de los trivial details de Tylor o de las “manifestaciones de superficie” realzadas por Kracauer o Benjamin, aparece una de las concomitancias más visibles en los diversos territorios de la remoción. Análogamente, podríamos rastrear en todos los autores significativos del arte del siglo veinte la bipolaridad que hemos visto -la disposición a “arar el campo” del lenguaje y la constatación del extrañamiento que ahí aparece y que, precisamente por aparecer ahí, contiene algo susceptible de ser reconocido-. Pero ello nos confronta directamente a los problemas que encubre el concepto de “giro epocal”.

 

Con “época” ocurre lo que con “arte”: un único concepto teórico tiende a homogeneizar un campo de experiencias heterogéneo. Si “el arte” es difícil de ubicar en el mapa espacial de lo simbólico, aquí se plantean problemas en lo relativo al tiempo; problemas, sin embargo, que pueden conjurarse pensando éste no como un continuum sino como una trama organizada y segmentada conforme a referencias. Dentro de este universo, que es en el que vivimos, el juego de nexos y discontinuidades da forma a lo fluyente, hace que haya un espacio de la vida en el que ésta no sea una masa de átomos que se suceden y dilapidan uniformemente. Y esto está en el flujo pero lo vemos como su límite, no en el sentido de cierre o complitud[9], sino como un telón cuyas imágenes, sin ser invariables, nos dan la perspectiva según la cual se perfilan nuestros criterios de sentido: cuando así nos orientamos, reconocemos una “situación intelectual que es hoy la nuestra” como fondo y dentro del “reino de contingencias” de la historia, por decirlo con Kracauer[10]. No hablamos, por tanto, de un Zeitgeist, sino de un contexto imbricado y poroso en sus límites: de un “sistema de sistemas”. Esto es a lo que no podemos dejar de responder en cuanto que “formamos parte de una comunidad unidad por la ciencia y la educación”[11].

 

Pero hay que hacerlo de modo que lo que condiciona nuestra mirada a la vez le ofrezca los métodos de proyección y los modelos u objetos de comparación más operativos. “Una vida diferente pone en primer plano imágenes completamente diferentes, hace necesarias imágenes completamente diferentes”, anota Wittgenstein en su diario, y lo hace después de haber constatado la pérdida de significación de “la ley de causalidad” y de haber señalado como “característico del periodo cultural anterior el crear el concepto de a priori”. Hay, pues, imágenes que han perdido “poder de incidencia”, pero no porque se vean “desmentidas” sino porque otras cobran significación dando una nueva dirección a nuestra mirada y orientándola a “un aspecto fructífero”[12]. Manteniéndonos en estos términos (en los de la “manera de representar”), parece claro que estamos ante un viraje respecto a los viejos ideales de simplicidad y linealidad unívoca –lo que Musil llama die Mechanisierung, siendo precisamente Musil quien perfila la nueva orientación cuando desplaza la “visión cerrada” de “la mecánica universal” en favor de conceptos como “motivación” y “valores de función”. Pero en cualquier caso lo que hay es lo que Wittgenstein llama un “sistema de referencia” o “sistema de evidencia” (esto es: un andamiaje sobre el que se perfila lo que sé o creo), no una base fundamentadora ni unos apriorismos identificables con una armonía racional o una legalidad universal.

 

Precisamente lo que se apunta detrás de esta idea, así como detrás de la de “episteme” en Foucault o las de “paradigma” y “revolución científica” en Kuhn, es una pérdida de inocencia respecto al afán de fundamentar verdades eternas. La crisis de las formas de relación determinadas por las ideas de sustancia o de ley causal van unidas a la caída de la unidad del sujeto como fundamento de iure y a toda síntesis en razón de la cual pueda hablarse de un conocimiento que todos y siempre hayan de ver así como válido. Lo paradójico es que este proceso haya empezado a darse allí donde menos transitorias parecen las cosas: ars longa vita brevis, se decía. Pero al removerse los cimientos de la estética normativa queda claro que tampoco aquí hay una persistencia continua y segura. Cuando en Viena Wickhoff o Riegl –tan importante para Benjamin- acometen la operación de ampliar la mirada más allá del modelo intemporal de belleza, eso significa sobre todo “hacer justicia a todas las épocas en sus propios términos”. Esta conocida frase de Gombrich muestran el punto de convergencia de una Kunstgeschichte tendente a conceptualizar marcos contextuales desde los cuales extraer sentido de formas concretas y a menudo anónimas; operación que se corresponde con el lema secessionista “A cada época su arte”, pero que también puede relacionarse con la Kulturwissenschaft de Warburg y con el análisis formal de Wölfflin. Sin embargo, la conciencia de la importancia de los estereotipos en el modo de representar ha llevado a Gombrich no sólo a constatar que la idea del arte como expresión de la época ha acabado siendo otro cliché, sino también a diagnosticar una persistencia de la taxonomía aristotélica o de la idea de Zeitgeist en la tendencia a buscar una “unidad entre todas las manifestaciones de una cultura” [13]. Desde este ángulo, al delimitar la necesidad ordenadora de la fe en una ordenación que se aplica sin distinguir y que induce a creer que hablamos de cosas esenciales cuando hablamos de la red clasificatoria, Gombrich se nos revela afín a Wittgenstein (y también cuando rechaza el relativismo al negar el “hombre gótico” o “renacentista” en la medida en que el adjetivo hace perder de vista que hay reacciones que se dan en todos los hombres)[14]. Pero precisamente en este punto se ve el otro lado de su sentido crítico: cuando, sobre todo en sus conferencias, tiende a identificar relativismo y modernidad, Gombrich no ve todo lo que comporta la caída de los viejos modelos taxonómicos, en parte por heredar esa renuencia vienesa a las transformaciones drásticas que puso tan difíciles las cosas, por ejemplo, a Schönberg[15] y que a menudo se relaciona con una línea de conexión Austria-Inglaterra cuya vertiente puritana es muy perceptible en Freud. Probablemente a la luz de esa línea –realzada por su relación con Popper- hay que entender que Gombrich reduzca a Burckhardt a un hegeliano, sin ver que en Burckhardt lo unificador está siempre en tensión con lo heterogéneo, discontinuo y particular. O que cierre los ojos a lo que significa Nietzsche en Warburg y que converge con la inviabilidad de una Kunstgeschichte como plácida sucesión de periodos. Cuando Warburg apareja a Burckhardt y Nietzsche presentándolos como “sismógrafos”[16], esta misma metáfora hace pensar en una remoción dinamizadora a la que Gombrich no atiende del todo –en parte por impermeabilizarse a la transvaloración del arte contemporáneo- y que sin embargo no deja de encarnar cuando detecta abusos de lenguaje en sentido esencialista o se enfrenta a una homogeneización o una extensión conceptual indebida. Es así como Gombrich, de un lado, muestra que no es posible apartarse de lo eterno y a la vez repudiar lo acotado y susceptible de ser descrito como “fisonomía” de una cultura anatematizándolo como relativismo o historicismo (ya que esto lleva a absolutizar otra vez palabras como “belleza”); mientras que, de otro, ilustra lo que queríamos presentar como problemático en relación con ideas como “estilo” o “época”. Y en este sentido se nos aparece próximo a quienes han visto resabios de hegelianismo en la noción de “episteme” de Foucault –cuando lo que hay es formalismo barnizado de cientificismo-. O a Bouveresse cuando muestra una justificada prevención ante la aplicación rortyana del modelo de las revoluciones científicas de Kuhn a la filosofía (en relación con la referencia de Rorty a poetic world-disclosers que harían inapropiada la noción de rigor argumentativo)[17].

 

Pues, ciertamente, puede haber algo de eso que despierta la sensibilidad crítica vienesa en los poetic world-disclosers de Rorty y quizá también en Foucault. Así, cuando en Las palabras y las cosas Foucault parte de una taxonomía fantástica de Borges y confiesa que “la imposibilidad de pensar esto” le produce a la vez “risa” y “malestar”, ahí se expresa la necesidad de un “lugar común” que puede serlo en el peor sentido pero que también es la condición para la concordancia inherente a la transmisión de sentido. Lo que Foucault llama “episteme” es un “suelo positivo” de códigos, filtros o jerarquías de valores y prácticas que se contrapone al “pensamiento sin espacio” de aquella taxonomía borgiana, y en este sentido marca el terreno de lo posible en la mismo dirección en que lo hace la idea de un horizonte limitativo en Nietzsche o la idea formulada por los estudiosos del arte y la percepción de que no todo es posible en todos los tiempos. En cambio, cuando Foucault pasa de tematizar lo que “arma la mirada” a hablar de un “a priori histórico” donde “los eventos hunden su positividad” o de un “ser en bruto del orden” que es el “orden en su ser mismo” y que puede aparecer como una “historia de lo Mismo” frente a esa “historia de lo Otro” que es la “historia de la locura”, ahí se revelan ya ciertos efectos de embrujo del lenguaje y ciertas fijaciones de la cultura francesa del momento, que se verán acentuadas en las universidades norteamericanas. Y que él mismo Foucault no dejará de criticar cuando constate que el afán de romper con la sacralización del “carácter expresivo” de la literatura ha llevado a una exaltación de la intransitividad que la sacraliza aún más[18]. Muy lejos de la asepsia de Gombrich, Foucault nunca deja de tener en cuenta que en la escritura pueden actuar resortes que, por lo que tienen de autoerótico o de autoafirmativo, incitan a ir más allá de lo que convendría. He aquí, de nuevo, las “posibilidades estratégicas” abiertas a partir de la “inversión de la profundidad” de Nietzsche, desde las cuales cabría tomar la idea de “episteme” simplemente como un marco de condiciones en el que la atención a lo visible no puede separarse de lo repudiado que ahora se hace visible. En este sentido, otro representante de la Wiener Schule cercano a Loos y maestro de Gombrich, Max Dvorak, constata que los teóricos del arte realizaron la citada ampliación de mirada “gracias al desarrollo del arte moderno”; y ello ya deja claro que en esta ampliación está lo expresivo. Ex-presivo en el sentido de algo que irrumpe afuera. En el sentido en que Musil habla de “imágenes dictadas por el cuerpo”[19]. Y aquí vuelve a reclamar su presencia Nietzsche en tanto que exponente de una modelización estetizante pero no esteticista: es en la recepción vienesa de Nietzsche[20], sobre todo en el contexto de la tercera generación bajo la égida de Kraus y Loos, donde mejor se ve la polaridad contrastante que agudiza la mirada para no dejar de ver los límites o las diferencias de nivel y para exponerse al valor de lo singular o afrontar lo duro y difícil que emerge desde estratos olvidados.

 

Musil -el mejor lector de Nietzsche en Viena- explica con claridad que no se trata de perderse en interioridades subjetivas sino de atender a lo que hace del símbolo un agente dispensador de vida, o inversamente, a cómo es la vida de una criatura creadora de símbolos. “La gramática es el espíritu de la comunidad”, afirma en términos casi wittgenstenianos. Y cuando introduce sus “Elementos para una nueva estética”, muestra que el sentido nunca es ajeno a la vida cotidiana de esa comunidad. Incluso un arte tan aparentemente “encerrado sobre sí mismo como la música”, que se diría “todo él pura estructura, sentimiento anormalmente intensificado y significación inexpresable”, reclama atender a vínculos con el espacio significante de la vida[21]. Ahora bien, esta y las demás artes tienen algo de negación de este entorno, “hacen que estalle la imagen apagada, convencional, (…) de la existencia”, la imagen de una existencia regida por relaciones lineales o instrumentales y actividades de medida o cálculo; y, sin embargo, si persistiera de modo absolutizado esto que hace del arte “un caso límite” se dibujaría un “mundo de locura”. Hacia un lado tenemos una deriva virtual hacia lo patológico que halla su antídoto en el contacto que el arte no deja de tener con la vida ordinaria; hacia el otro, un sentido enriquecido que muestra nexos con lo primario (por ejemplo, con la relación con las cosas –o “participación”- del mundo mágico) pero que también es expresión de refinamiento intelectual (por ejemplo, en la imagen-Gestalt como un bascular entre lo físico y lo inteligible, entre la plasticidad de lo afectivo y la coerción de lo internamente articulado, entre lo que refulge como algo que sólo puede ser así y lo que no deja de interpelar acerca del qué). De modo parecido H. Broch constata que es la “sintaxis” formalizadora la que hace posible un contenido dotado de sentido, al tiempo que identifica el arte con “la impaciencia del conocer” y el formalismo con el kitsch. Y el mismo Musil, en su discurso a la muerte de Rilke, presenta a éste como un “guía” hacia “una nueva imagen del mundo”, porque encarna esa oscilación hacia lo difícil en una evolución que le lleva de la idea de “obra de” a la de “cosa de arte” (“esto es”), y luego de esa espacialización objetual a una temporalidad de la memoria donde resuenan ecos de lo infantil. O del lado no iluminado de la vida: no otro era el objeto de la mirada cognitiva del Virgilio de Broch, así como también apunta hacia ahí la tentativa de “perfilar lo invisible en el seno de lo visible” del médico de Der Versucher, en ambos casos frente a la correlación opuesta de sombra y resplandor de la retórica esteticista o carismática que hace recaer en lo mecánico y en lo formulario[22].

 

La vivisección wittgensteniana puede verse asimismo como una resistencia a la expansión de esta planicie, y en esta actitud vigilante puede encontrarse un elemento de continuidad entre lo que de modo simplista se ha llamado “primer” y “segundo Wittgenstein”: el carácter terapéutico de su quehacer, en consonancia con la actividad de Nietzsche como “médico de la cultura”, aunque sin pathos. Frente a lo fácil y a las dificultades artificiales, la filosofía de Wittgenstein es una puesta en valor de la imprevisibilidad de lo humano como fondo sobre el cual no dejan de ser perfectamente operativos órdenes que a veces se manifiestan en forma de “evidencia imponderable”[23], y a ello responde que muchos de sus desarrollos comparativos parezcan acabar –aunque, como el de Musil, es un “pensar sin punto final”- en la constatación de que la gama de relaciones lógicas resulta mucho más complicada de lo que podría parecer. Wittgenstein nunca deja de “nadar contra la marea”, oponiéndose a ciertos hábitos de la época pero también a lo que es inoperante por desfase respecto a ella. Y lo paradójico es que su educación artística clásica resulta decisiva para que pueda jugar ese papel en el que se siente incómodo –de modo parecido a cómo la orientación liberal-positivista de Freud, en tensión con lo que se le imponía, propició una remoción de largo alcance respecto al modelo científico clásico-. La diferencia es que en Freud la ciencia no deja de actuar como parapeto, mientras que en Wittgenstein la crítica a los filósofos, como a toda doctrina y a lo que Freud tiene de doctrinal, favorece una extraterritorialidad que se corresponde con el perpetuo autocuestionamiento del arte.

 

Ya hemos, pues, asociado a Wittgenstein ese ámbito vestibular entre luz y sombra. “Arte”. Y ha comparecido un rasgo de “parentesco” susceptible de ser reconocido como tonalidad. El mismo Wittgenstein ha mostrado que no por ser borrosa una imagen pierde sus virtualidades, así como no por el hecho de irradiar sin márgenes definidos una luz deja de cumplir su función. Desde Diderot o Kant sabemos que hablar de estética comporta habérselas con antinomias. Y Valéry no cesa de explicitar tales “caracteres contradictorios”: “Infini sous forme finie. Satisfaction qui désespère. Mutisme et exclamation…” Y también: presencia y ausencia (o persistencia del deseo), claridad y variabilidad de lo sensible, evidencia e indeterminación[24]. Si Valéry subraya “Infini sous forme finie” no es tanto por ser ésta una vieja fórmula de la tradición estética como por el hecho de haberla hecho suya. En realidad, es una idea que, seculizada, aparece en la mayoría de acercamientos modernos a ese ámbito: de Nietzsche a la filosofía analítica y hermenéutica se ha asociado la inagotabilidad de virtuales “desarrollos” a la densidad o la semiopacidad como elementos discriminantes del sistema simbólico llamado “arte”. Lo cual no deja de tener relación con lo que hoy se presenta como el episteme de la complejidad, que tiene uno de sus fundadores en un sobrino lejano de Wittgenstein, el matemático y biofísico Heinz von Förster, y que representa un marco en que se abren posibilidades antaño coartadas por los modelos que oponían conocimiento y creación. Ahora bien: el otro lado de este escenario es la panestetización como gusto por los efectos brillantes; y este fenómeno no es ajeno al recurrente uso del nombre de Wittgenstein en vano (o del de Benjamin o del de los poetic world-disclosers de Rorty), aunque en el mismo Wittgenstein hallamos medios de respuesta a ese uso y abuso.

 

II

 

Si en Wittgenstein los grandes temas de la tradición filosófica se ven reconducidos al plano del sentido[25] y eso tiene cierto efecto de sordina, podría parecer que en la noción de “sentido” perdura aún un “superconcepto”, sobre todo cuando se repite la idea de que “el sentido de una palabra es su uso” como si fuera una clave explicativa universal. En realidad, aquí el tono rebajado se manifiesta –y manifiesta su carácter de síntoma de una “transvaloracion”[26]– en el hecho de que esto es una respuesta a la tradición que busca el sentido fuera de las palabras y como algo con lo que éstas se corresponden. Frente a la vieja idea que identifica la significación con la denominación de un objeto o con un proceso incorpóreo que acompaña a la palabra, Wittgenstein reorienta la mirada hacia el fluir de la vida en sus múltiples situaciones y en lo que en ellas importa: “la aplicación y la interpretación de las palabras fluye, y sólo en tal flujo la palabra posee su significado”[27]. Esto es lo que vivifica los signos, y tal atención a la multiplicidad cambiante aparece ya en las obras de transición pero queda especialmente clara al principio de las Investigaciones, donde se insiste tanto en el valor funcional de las palabras en el intercambio cotidiano como en la diversidad de contextos frente a la idea de posesión inherente al modelo enunciativo-designativo[28]: lo dicho sobre el sentido solo sirve “para una clase extensa de casos en que se utiliza” esta palabra, “no para todos los casos en que se utiliza”. Y, de acuerdo con esto, Wittgenstein dice en otro lugar: “el significado, una fisonomía” [29].

 

Aquí se ve cuan lejos estamos de la teoría como un abstraer que fija un patrón general o que –como dice Musil- es “un negligir todo excepto un aspecto de la cuestión”. En este sentido Wittgenstein evoca al Goethe que contrapone el gris de la teoría a la viveza metamórfica de “la superficie del mundo”. Es el mismo sentido en el que Nietzsche ha hablado de “conceptos grises“ o “exangües” cuyo contrapunto sería “la fuerza sensible” de la metáfora. En Wittgenstein la metáfora de la fisonomía tiene un doble alcance. De entrada apunta a la idea de marco articulado y articulador, lo que completa la idea expresada al principio de las Investigaciones –y también antes-, que en su integridad dice “el significado de la palabra es su uso en el lenguaje” (el subrayado es nuestro). Sin embargo, cuando nos encaramos a ejemplos de la idea del rostro como cuadro estructural -así ”la mirada no se puede separar del rostro”- aparece ya el segundo aspecto de la metáfora: vemos que no sólo se ha ampliado el campo del análisis, ahora abierto a lo expresivo, sino que también se ha ampliado lo que se reconoce como contexto. Es una ampliación hacia lo cualitativo como la que hace Goethe cuando atiende a lo fisiognómico en oposición al modelo cuantitativo de Newton, o cuando (al hablar de “la historia del arte, del conocimiento y de la ciencia”, y no es casual que el arte aparezca en primer lugar) dice que no basta con la asunción de “un todo interrelacionado” y “fijado” tal como lo expresa la palabra Gestalt, sino que es necesario “hacer abundante uso de la palabra Bildung (formación) tanto para lo producido como para lo que se está produciendo” o está “en transformación”[30]. Esta doble vertiente de configuración y fluctuación es característica de la expresión humana y va más allá de lo ponderable en un sistema codificado. Por ello Wittgenstein señala que no pertenecería a este contexto –a lo humano, en definitiva- una expresión limitada de antemano a un repertorio de movimientos (ahora es la sonrisa número cinco, ahora la número seis). Y lo mismo está en la base de la contraposición que hace al final de las Investigaciones entre la calculabilidad uniforme de “los dibujos técnicos” –un exágono- y “el papel que tienen en nuestra vida imágenes de las características de las pinturas”.

 

Es por ello, también, si Goethe constata –como lo hacen Kant o Hegel- que en este ámbito siempre hay un conocimiento particular y “precario”. Pero eso que sella la relación histórica entre fisiognomía y pintura -incluso cuando ya existe la fotografía- y que remite a una correlación de superficie y profundidad como la que Wittgenstein percibía en los festivales ígneos examinados por Frazer, es lo que le hace decir: “En el fondo soy un pintor”. Es una atención a ramificaciones de casos que pueden ponerse uno al lado de modo que se hagan ostensibles relaciones sin traducción posible a una fórmula, es decir, donde coexiste la apertura a lo ambiguo y el reconocimiento de lo estructural, según se manifiesta cuando, por ejemplo, Wittgenstein dice que tal expresión “se realzaría en un retrato pintado”, o constata, refiriéndose a un juego de lenguaje, que hay “algo que no esta bien en esa pintura”. Y en este sentido vale la pena recordar que la pintura es para Hegel el arte que más “reconoce a la forma particular y al carácter individual el derecho a existir”, mientras que en Kant se inscribía dentro de las artes en que “por medio de figuras el artista ofrece una expresión corporal de lo que ha pensado y de cómo lo ha pensado”. En esta “mímica” kantiana el acento está puesto en el artista como espíritu racional, mientras que en Hegel la perfección pictórica se identifica con la idealidad de un retrato que es todo ojo, pues ahí se expresa la esencia subyacente a lo temporal. Aun en un autor como Goethe afincado en el plano de lo visible y de las maneras de representar, la idea de Bildung halla su desarrollo en conexión con mitos regidos por un ideal de persistencia y totalidad como son el orden natural y el carácter. En cambio ahora lo ideal aparece rebajado al plano del lenguaje, al tiempo que se da la vuelta a lo que Goethe percibía como carente de vida. Así, lo abstracto-convencional forma parte de un “armazón” cuya solidez abre posibilidades infinitas y en cuyos sistemas se incluye lo cualitativo y singular, de modo que “en la proposición más vaga” y en la más simple hay un mismo orden a la vez “perfecto” y “contaminado”[31]. He ahí de nuevo el giro o transvaloración de que hemos hablado y que de nuevo halla su expresión más clara en Musil, que no sólo hace efectivo el contramodelo del Bildungsroman goetheano en Der Mann ohne Eigenschaften, sino que en sus “Elementos para una nueva estética”, retomando la idea de Bela Balasz de la “impresión fisiognómica” generada por el cine, ve en el ojo mecánico de éste una actualización de la virtualidad humana de infundir un “rostro simbólico” a las cosas.

 

También en el cine de vanguardia austriaco, de Kubelka a Lisl Ponger, encontramos ejemplos de una representación que aúna la abstracción dimanante de un ojo mecánico con la presencia de lo corporal como instancia de alteridad y reconocimiento. Y es que no por azar se ha hablado de una “tendencia austriaca de modelización” o un gusto por lo representacional[32], entendiendo por “representación” (Darstellung) un cuadro cuya poder significante no viene dada por ser ventana o espejo sino por su autoorganización como sistema trabado internamente. Esta tradición va, en el terreno científico, de Bolzmann y Hertz a Freud y Von Förster. Y sabemos por el mismo Wittgenstein que el modelo matemático-estadístico de Bolzmann y Hertz está en la base de la concepción figural de la proposición del Tractatus. Así como Hertz atiende a “la naturaleza de la conexión” y deja de lado la cuestión de “la naturaleza de la fuerza”, Bolzmann desarrolla un probabilismo matemático tendente a delinear un espacio multidimensional donde se aíslan las variables de un sistema y se abandona toda garantía de correspondencia con el mundo. El otro origen del concepto de la proposición como Bild, nos dice Wittgenstein, es el cuadro pintado. Y también en este contexto podríamos hablar de la prevalencia de los medios de lenguaje y sus relaciones internas característica de la cultura danubiana –incluso en pintores expresionistas como Egon Schiele[33]-. Pero obviamente el campo privilegiado de este formalismo es la música, y por ello nada resulta más elocuente que la comparación del dictum de Hanslick, árbitro del gusto musical en Viena: “la música significa por ella misma”, y lo que dirá una y otra vez Wittgenstein: “las obras de arte significan según sus propios principios” o “el concepto se impone por sí mismo”[34].

 

Reencontramos aquí la idea de Broch de que es la “arquitectura lógica” la que permite una “música llena de sentido”[35]. Y también la primera vertiente de la metáfora de la fisonomía en Wittgenstein. Hay, pues, una continuidad entre la noción tractadiana de Sinn como condición de la organización figural de la proposición -al lado de la idea de sentido como referencia o, más exactamente, dando posibilidad a la idea de verdad- y lo que viene después, cuando la delimitación de un lenguaje ideal cede su lugar a la descripción de la pluralidad de lenguajes de la praxis y es este contexto la referencia. En el isomorfismo del Tractatus lo decisivo no es un orden cósmico que el lenguaje restituye, sino un orden lógico que cubre la totalidad de lo decible como modo de proyección único y que sobrevuela la delimitación de lo indecible como hipóstasis de pureza. Y así lo corrobora Malcolm al evocar retrospectivamente la importancia que tuvo la representación figurada de un accidente en la ocurrencia de la teoría de la proposición como Bild: lo importante para Wittgenstein era la disposición de los elementos en su interrelación, afirma Malcolm. Y añade en otro momento que esa prioridad otorgada a la lógica explica que Wittgenstein no se preocupara de no poder ofrecer ningún ejemplo de la ecuación elemento-nombre del Tractatus. Esto es lo que deja atrás en su reorientación de lo simple a lo plural y complejo. Si este camino tiene uno de sus jalones en la idea de las Observaciones Filosóficas (1929) de que lo que se ha llamado tradicionalmente lenguaje es “sólo una pequeña parte” de lo que puede merecer esa consideración, es importante constatar que, cuando en la Gramática (1930-1933) se eliminan los restos de sustancialidad de las Observaciones, se introduce la idea de funcionalidad a la vez que se acentúa aquella diversidad en los planos que ya hemos visto: por un lado, se compara el (o los) lenguaje(s) a una “colección de instrumentos muy diferentes”, remarcándose esto último y asimilando la importancia de esos útiles o usos a la importancia de su intervención en nuestra vida[36]; por otro lado, se afirma recurrentemente que “algo sólo es una proposición en un lenguaje” o “en el interior de un cálculo” y que decir lenguaje es decir lenguajes[37]. Más allá de ahí no hay que buscar nada. Por eso en este plano formal Gargani ha encontrado una decisiva continuidad con lo que vendrá: hay una tendencia “antifundazionalista”, dice Gargani, en el hecho de que en la Gramática se diga que “el lenguaje debe hablar por sí mismo”, y en las lecciones de 1930-1932 que “la proposición representa el estado de cosas por ella misma (“di propio pugno”, traduce Gargani)[38]. Y aún más congenial a la música es lo que se dirá en el Cuaderno marrón (1934-1935): “el contenido de la frase está en la frase misma”[39]. Ahí no hay intransitividad en el sentido de que baste con lo sígnico; pero sí una prioridad concedida a la “pertenencia mutua de los elementos” -prioridad ya operativa en el Tractatus, según hemos visto; pero que se hace especialmente visible en este periodo de transición, por ejemplo cuando Wittgenstein propone en la Gramática imaginar “un grupo coloreado de árboles” no como una imagen que reproduce árboles sino como frase de un lenguaje cifrado que quien estuviera en el secreto podría entender: “¿No se podría expresar un significado por la alineación de los árboles?”[40].

 

Se diría que en este momento la modelización formal toma prioridad al eliminarse la idea de verdad como correspondencia especular; sin embargo, a medida que se hace explícita la vision sub specie societatis no hay nada que aparezca ya como valor primero en cuanto que la condición de sentido es la imbricación de las relaciones de los signos entre sí y entre ellos y una forma de vida. Al fin del trayecto el correctivo al formalismo viene dado por la atención a la concordancia en la acción, en un desplazamiento hacia el plano del intercambio que tiene una de sus expresiones más matizadas, pero también su contrapunto, en la atención al gesto y al rostro y a lo que en uno y otro se relaciona con la música. Confluencia en la que reencontramos la segunda vertiente de la metáfora fisiognómica: la singularidad de lo expresivo. Por ambos lados hay una atención a lo concreto: ¿qué tenemos cuando miramos un cuadro o seguimos una frase musical? Lo que cuando comprendemos una proposición. No aquí un proceso mental o un efecto vivencial y allí colores o sonidos o palabras. Lo que hay es esto último, y lo concomitante –llamémosle pensamiento o sentimiento- lo tenemos por esto y puede desaparecer a poco que esto cambie. Análogamente cuando un rostro es importante en mi vida, lo decisivo no es el efecto ni los procesos interiores o de otro tipo. Y sin embargo, como veremos enseguida, la prevalencia de los modos de relación sobre una presunta comunidad de contenido o una universalidad de naturaleza comporta atender a los efectos, pero sabiendo que en casos como el de la música o el de palabras “henchidas de sentimientos” lo que no se puede reemplazar es lo que cuenta[41].

 

Lo mismo cuando Wittgenstein escribe que un gesto no se puede sustituir por nada que cuando en Montecassino dice a su amigo Parak que “el lenguaje es todo”, hay una reacción higiénica frente al psicologismo que puede verse en paralelo a la evolución antisubjetivista de Musil o Rilke. Cuando hablamos de una obra lo importante no es el genitivo que remite al artista o al arte, sino la obra o cosa misma: “esto es”. Pero siempre que se habla de sentido, y más cuando se da la potenciación del mismo que llamamos arte, el “esto” no es sólo cosa sino relación. Y ello parece insinuarse en la comparación elegida en Zettel para aclarar la idea de que “la obra de arte no quiere transmitir otra cosa sino a ella misma”: “Igual que cuando visito a alguien no quiero hacer nacer en él este o aquel sentimiento sino sobre todo visitarlo y ser bien recibido”. También podríamos recordar la idea tal como aparece en las Investigaciones filosóficas: “La imagen se me dice ella misma –quisiera decir. Es decir: el hecho de que me diga algo consiste en su estructura propia, en sus colores y sus formas”. De esto se trata: de que me hable y yo pueda captar eso y responder del modo adecuado, en lugar de que no haya sino opacidad. Frente a esta in-diferencia está lo que configura mi mundo: lo que me habla de algo y de sí mismo y de lo que se relaciona con ello, en el mismo sentido en que en la Gramática se dice que “reconocer significa: reconocer eso que es”[42] (he aquí el desplazamiento del tractadiano “mi mundo” a una perspectiva fisonómica y dialógica, es decir, no acentuadora del “mi” en sentido solipsista sino atenta a lo estructural y no sustituible que se me impone).

 

A veces se reduce lo que llamamos “sentido” (aunque esta no es una noción susceptible de definición, pues obviamente todo cuanto se diga presupone lo que se quiere definir) a que una cosa no se agote en su presencia fáctica o en su instrumentalidad objetal; pero lo decisivo no es que algo remita a otra cosa, sino que se dé esto –u otra modalidad de articulación- y esto nos importe. Estamos ante una idea-limite que muestra la inanidad explicativa de los fenómenos concomitantes a las palabras, pero que nos obliga a ampliar la perspectiva a tales fenómenos. Si comparamos los juegos de lenguaje en que aparece el término y sus afines como hace Wittgenstein, vemos que algunos de los usos están emparentados con “la fisonomía de lo que (…) llamamos seguir una regla”[43]; pero también encontramos casos que nos obligan a atender a los procesos o fenómenos concomitantes a las formas de otro modo que como lo hemos hecho. Lo que hemos dicho hasta ahora cuestiona que esos procesos o fenómenos se impongan a lo que hay en el juego además de ellos y que resulta ser lo decisivo, esto es, el lenguaje y su atmósfera o sus circunstancias. Ahora debemos ver que a veces lo que importa es lo que crea esa atmósfera respondiendo a las circunstancias que acompañan a las palabras. Por ejemplo, en las Investigaciones y otros lugares se dice que en ocasiones “el sentimiento da significado a las palabras”, de modo que lo que aquí denominamos “significado” está lejos de la modelización conforme a un uso reglamentado: “aquí significado quiere decir aquello que importa”. Pero no es que importe porque remita a un sentimiento o a otro fenómeno interior, ni tampoco al revés: ambas direcciones nos llevarían a pensar en términos causales, y eso nos haría caer en la circularidad. Cuando Wittgenstein dice que el tono o el gesto son los “fenómenos concomitantes del habla que más importan”, ubica algo insustituible por otra cosa en el ámbito del sentido, esto es, hace lo mismo que cuando da relieve a lo que Frazer desprecia (y el arte contemporáneo buscará justamente ahí) y dice que el sentido es “lo importante en nuestro complicado modelo de vida”; frase que indica que otros casos en los que no hay esa profundidad visible en la superficie el sentido es también aquello que importa. Lo que hace complicado nuestro modo de vida, es decir, lo que hace que sea como es, humano, es que está tejido de relaciones intangibles e invisibles pero que inciden en nosotros, y lo importante es que los vínculos actúen. Si decimos que algo tiene sentido es que se activa una relación o red de relaciones, y el mejor ejemplo es lo que ocurre cuando se encuentra una mirada o se distingue un rostro en la masa anónima e indiferenciada.

 

En Últimos escritos… Wittgenstein yuxtapone “el lenguaje al tono de voz y a la mímica facial” y dice que esas cosas juntas muestran “tal vez el comportamiento más sutilmente articulado del ser humano”. El arte que él mismo encarna en Beethoven y respecto al cual habla de “melodía” y de lo primario que le “da fuerza”, es un paso más allá en esa significación sutil[44]. Pero incluso tomando sólo los “gestos de la entonación” y aun en su extremo los “sonidos que no pertenecen a ningún lenguaje” -risas, sollozos…-, encontramos “comportamientos importantes para nosotros” en cuanto que no son vanos sino funcionales -en la interconexión que veíamos antes: funciones internas al sistema (el rol de la proposición en el cálculo o el de los elementos cuya combinación configura una fisonomía) y funciones sociales, aunque éstas no sean inmediatas. Funciones inseparables en cualquier caso de una dimensión relacional en cuanto que incluso en la comunicación informativa la prueba de un buen funcionamiento es la reacción del otro. Pero ello viene dado porque el otro reconoce unas relaciones internas a mis palabras, es decir, porque ha aprendido una lengua y puede jugar ese juego, comparte unas formas de actuar y unas formas de decir. Hay relación social porque hay relación formal y a la inversa. Y cuanto menos simple es el juego, más decisiva es la interacción entre los planos y más importantes son los círculos del contexto; lo que muestra la confluencia del sentido con otra noción-límite: la del valor, y corrobora la vigencia de algo que ya se dijo en el Tractatus: “Ética y estética son lo mismo”.

 

Que la ética y la estética no se puedan fundamentar, no equivale a sustraerlas al ámbito del sentido. Sucede que, cuando opera una disposición que me hace reaccionar admirado o con disgusto, o cuando “oigo una melodía comprendiéndola” y por tanto ocurre “algo que no ocurre si la oigo sin comprenderla”, hablar de sentido es “insípido” en confrontación con eso que ocurre. Pero ahí no dejan de operar adquisiciones intersubjetivas y condiciones lógicas de comprensión. El espacio de la ética se circunscribe al lado de acá del telar; pero lo que me permite reconocer un tejido compositivo y decir “lo escucho de forma distinta“, lo que Adorno llama “audición estructural”, es algo a lo que se puede conducir a otro, tal como hizo Schönberg en sus clases y como lo intentó hacer Adorno en diversos medios y con más pretensiones teóricas. Sin compartir tales pretensiones, Wittgenstein insiste suficientemente en la confrontación entre lo que percibimos como un balbuceo o un ruido y lo que representa poder “seguir una frase musical”, como para que podamos considerar que ahí aparece un modelo de comprensión más sustantivo que el referencial. A ello, empero, debemos añadir dos cosas. La primera es que la diversidad de grados y modalidades de comprensión y en particular la complejidad de la música problematizan la noción de modelo, por lo que hay que situar la idea de modelo de comprensión en el plano de las alusiones metafóricas de Wittgenstein a encajes o ajustes[45]. Pero que el sistema de la música actúe como lo hace indica –y este es el segundo añadido- que no sólo tenemos eso que percibo en un determinado momento. Análogamente a como un gesto no se puede describir más que por ese movimiento pero nos habla de la persona y su mundo, el hecho de que no pueda separar lo que me dice una frase musical y el que me lo diga así “tiene que ver con cosas ubicadas en su ámbito” y “con el campo total del lenguaje“[46]. Si una música despliega todas sus potencialidades cuando obtiene una “audición estructural”, este tipo de audición sólo es posible si antes se han dado ciertos adiestramientos y prácticas. Lo que lleva a la remisión a “toda una cultura”. Y a la idea de que “la comprensión de la música en el hombre es una manifestación de la vida en general”.

 

He ahí el primado del contexto en la “donación de sentido”: si el modo de vida es la base para el uso y la inteligibilidad de unos lenguajes, no puede darse “una regulación exacta” y sin “cierta indeterminación”[47]. Pero “para que la puerta se abra los goznes deben estar firmes”[48]; lo que no apunta a una teoría como patrón general sino al reclamo de una perspectiva que abarque “la totalidad de conexiones posibles” o cristalizadas en el “límite de la empyria”[49]. “El error es ver una explicación allí donde deberían verse los hechos como Urphaenomen”, dice Wittgenstein remitiendo a Goethe[50] –igual que lo había hecho Webern al explicar el espacio de variaciones que estructura la serie, y en el mismo sentido en que Schönberg había hablado de la necesidad de extraer de esa matriz “temas, frases, motivos y otras formas suficientemente diferenciadas de un modo característico” (es decir, reconocible). Cuando la cuestión de cómo es el mundo se convierte en la de cómo interpretamos unas formas insertas en una forma de vida, Wittgenstein se refiere a Goethe y a su idea de Urphaenomen en un doble sentido. Negativamente, aparece como epítome de la idea preconcebida que se impone como paradigma, es decir, “se apodera de nosotros” y nos compromete con “una manera determinada de considerar las cosas”[51]. Su lado positivo es que muestra lo que puede ser un paradigma que renuncia a “expresar la esencia” (como dijera ya el mismo Goethe). Y la relación que aquí aparece entre un espacio fenoménico-imaginativo y un desplegamiento de formas ayuda a entender lo que Wittgenstein presenta como su “manera de representar”, esto es, la “representación sinóptica” como una actividad modelizante que se contrapone a todo “paradigma” que atribuya “dogmáticamente al objeto lo que no caracteriza sino al paradigma”.

 

Este es un espacio de lo posible, por tanto abstracto, en el que se invierte la pobreza de la abstracción –en el sentido en que Nietzsche la contraponía al color o a lo metafórico-. Pero no al modo de Schönberg, no con un doble movimiento de descategorización y de apertura a nuevas posibilidades de organización, sino dejando que sea el lenguaje de “los intercambios normales” el que muestre lo que no tiene sentido y lo que se inscribe en los círculos concéntricos de lo humano. Se trata de explorar y dilatar con ejemplos y “conceptos ficticios” ese espacio hasta llegar a delinear una correlación de lo cambiante (flujo) y lo constante (cauce) donde se vea cómo seguimos la regla, cual es su grado de discrecionalidad y qué variables son posibles. Esta tarea de agrimensor oscila entre un impulso conectivo, por un lado, y un impulso ramificador y diseminante, por otro. Wittgenstein imagina casos de una “vida diferente” para describir como funciona esta, de modo que la alteridad –la locura- nunca deja de estar presente. Y más allá no hay interpretación posible. Pero tampoco más acá la mayoría de veces nos sentimos confrontados a una “disyunción de posibilidades”. Por lo común lo mecánico comparece como seguimiento ciego de la convención. Sin embargo, también frente a una “figura pintada a la manera usual” en la que “me siento como en casa” no me planteo la posibilidad de “diferentes interpretaciones”. En cambio, cuando “las palabras de un poeta tienen la capacidad de calar en nosotros”, dejamos vagabundear “nuestros pensamientos en el ámbito familiar de las palabras”, como si siempre lo hubiéramos sabido y nunca lo supiéramos del todo. Pero este carácter de “morada natural” hace que la imagen y la poesía citadas estén más cerca una de la otra que ambas de una expresión técnica. Y, sin embargo, un horario o una serie de señales suscitan una comprensión instantánea y global como la de la imagen[52]. El gusto de Wittgenstein por lo que ahí hay de vue d’ensemble puede relacionarse con el referido impulso conectivo y con su gusto clásico o con lo que ha hecho que se compare la instantaneidad de la imagen con la aprehensión divina[53]. A la vez, empero, el gusto por lo que irrumpe de modo súbito, fulgurante o abrupto -como un shock- va en otra dirección, tendencialmente anticlásica. Y quizá esto último sea un rasgo de la remoción que sacude todo el siglo XX en cuanto que aparece en sus artistas y pensadores más representativos (también, por ejemplo, en Benjamin y Heidegger).

 

Frente a la tradición que desconfía de la imagen viéndola como una pieza anómala en los procedimientos de conocimiento y que contrapone saber a imaginar, aparece aquí un pensar con los ojos que otorga sustantividad a las metáforas o comparaciones visuales mientras que invierte la sospecha hacia la idea de pensar con o en la cabeza[54]. Y que bascula del extrañamiento imaginativo al reconocimiento fisiognómico y a la inversa. Ya en el prologo para las Investigaciones Filosóficas Wittgenstein presentaba este libro como un “álbum” de “apuntes paisajísticos” surgidos en un ir y venir “por un extenso campo de pensamientos” y regidos por el propósito de “saber orientarse”. Para lo cual el tiempo es una piedra de toque, como no podía ser de otro modo; pero lo importante en Wittgenstein no es la duración en términos físicos o la transitoriedad empírica –en el sentido en que Broch diría que nos ejercita a ver “la muerte en la vida”- sino la conceptualización que da sus estructuras temporales al lenguaje y a las situaciones que se distinguen por la aplicación de tales formas[55]; sin embargo, la lógica aparece en círculos atravesados por esa condición nuestra de la temporalidad, y por debajo de cada círculo de diferencias puede haber otro que remita a lo que nos es común. Así, cuando compara los juegos de lenguaje del dolor y el placer, Wittgenstein percibe una de esas diferencias con respecto al tiempo sin dejar de explicitar un telón de fondo que es obvio si abrimos los ojos: “¿Le duele algo a esa persona? Mírala ¿Lo está pasando bien? Mírala”. En todo momento se hace patente el criterio de atenerse a la superficie y de no dejarse seducir por ningún “superlativo filosófico” (criterio al que no escapa siquiera el modo sinóptico de representar, según se ve cuando Wittgesntein dice que de la idea de “captar toda la utilización de la palabra” no tenemos ningún modelo: simplemente el “cruce de imágenes nos brinda esta forma de expresión”, que podría convertirse fácilmente en una “superexpresión”[56]). Frente a la pérdida de pie que caracteriza a la búsqueda de esencias Wittgenstein intenta ponernos en disposición de ver que lo que buscamos está a la vista (“no pienses. Mira”) y que lo que nos impide verlo son las pantallas que interponemos en esa búsqueda. Y el símil visual con que lo dice hace pensar en Kafka: “Una persona atrapada en una confusión filosófica es como un hombre en una habitación que desea salir pero no sabe cómo. Lo intenta por la ventana y es demasiado alta; lo intenta por la chimenea y es demasiado estrecha. Pero si sólo se volviera vería que la puerta ha estado abierta todo el tiempo”. En otra ocasión dice: “Lo que suministramos son propiamente observaciones para una historia natural de los hombres; pero no contribuciones curiosas, sino constataciones que nadie ha puesto en duda y que sólo pasan inadvertidas porque están permanentemente ante nuestros ojos”[57]. Entre la distancia de lo paradójico y su uso más común, aquí el adjetivo “natural” apunta a lo corriente que por serlo pasa desapercibido y a lo sedimentado que dejamos como está. Lo mismo que hace que nuestra vida pueda verse como un laberinto de lazos invisibles, hace que transitemos por sus avenidas sin conciencia de que estamos en un laberinto. Y esta factualidad del acuerdo práctico nos remite a lo conceptual que tenemos por entero al aprender una lengua y que permite el automatismo de las respuestas sobre “el fondo heredado” de tendencias, escrúpulos, adquisiciones…

 

Sin embargo, a veces hay cosas que no vemos porque comportan implicaciones difíciles de reconocer o abandonar desde nuestro punto de vista, cobrando aquí pregnancia el límite del que teje[58]. Pero lo paradójico de la idea de “historia natural” era que apuntaba a aquello en que ha venido a dar una especie cuyo modo de vivir ha hecho caracterizarla como animal cultural, simbólico o social; y también aquí, cuando el coraje es el criterio, son decisivos los lazos propios de ese carácter social. Decisivos tanto en lo que hace que reaccione contra lo fácil como en lo que ha hecho que caiga en esa inercia. Lo mismo si la red de relaciones me ahoga y soy sensible a lo que desafía sus convenciones como si me atengo a lo ejemplar, en ella está la condición del juicio o de la disposición orientada en una dirección u otra. De modo que, si como dice Wittgenstein no basta con “hablar con verosimilitud de ciertas cuestiones abstrusas de lógica”, para no quedarse en esto, es decir, para “pensar decentemente”, es necesario un afinar la mirada como el que permite diferenciar lógicas distintas, sea para constatar que lo visto como primario es un juego de lenguaje conexo a otros o para encararse a ello de un modo susceptible de remover los hábitos. Así, en la correspondencia de Wittgenstein, por ejemplo con Malcolm, se hace visible la misma bidireccionalidad que encontramos en Benjamin cuando propone reorientar el modelo de conocimiento hacia el lenguaje a la vez que se propone remover la tierra del recuerdo o la experiencia”[59].

 

Pero aun cuando atendemos a las relaciones cristalizadas, junto a la interdependencia de los elementos de lenguaje hay una necesitad resentida en el sujeto como límite. Y en ello, por ejemplo en el hecho de desembarazarnos de lo que nos abrigaba, se revela una ética del lenguaje. Como en Kraus o Schönberg: cuando oímos una secuencia musical y no encontramos un paradigma pero vemos que esta bien y decimos “es el desarrollo natural”, aparece una lógica madurada en el desarrollo de un lenguaje que resentimos como natural por oposición a lo arbitrario de quien la contraviene. Cada nota nos lleva a la siguiente como cuando en una demostración o “en la progresión de un cálculo” decimos: de esto se sigue esto. Y “aquí usamos seguir intemporalmente”: se trata de una necesidad guiadora pero no previa a los signos ni independiente de ellos, así como no es ajena al tiempo aunque actúe con la fijeza del concepto (su inteligibilidad es operativa en un cuadro cultural, pero aquello que la hace posible en ese cuadro no es empírico). Puede que lo obligante en matemáticas difiera de la inexorabilidad musical, pero incluso en las gramáticas más endurecidas hay momentos de discrecionalidad que, según constata Wittgenstein, reclaman una cierta “gracia”. Y, a la inversa, en el plano más plástico nos vemos regidos por directrices latentes como las que actúan en el espacio abierto por una pregunta o una formulación. Análogamente a como cuando captamos una serie o un aspecto se iluminan relaciones de organización, hay desarrollos donde “expectativa y satisfacción se tocan” como si una “acción a distancia” nos hiciera ir por aquí y no por allí, sin saber qué nos espera pero en un espacio ya perfilado por aquella expectativa, que orienta el buscar y prefigura, a medida que va plasmándose en formas, una suerte de modelización de lo que satisface la búsqueda.

 

Este es un punto en que Schönberg y Wittgenstein dicen lo mismo, aunque ninguno de los dos haya tenido para nada en cuenta al otro. Son muchos los momentos en que Schönberg se refiere a lo que quiere decir y que se desvela conforme a criterios de funcionalidad en el despliegue compositivo o en la sucesión de los ensayos. La “idea” es como un fantasma que toma cuerpo en esas condiciones de formalización: “No sé si lo que he escrito es bello, pero era necesario”, dice. Y polemizando con Pfizfner: “Si todo lo precedente muestra rasgos que apuntan al objetivo alcanzado y que demuestran que el arte estaba orientado hacia ese objetivo de manera que le fue posible alcanzarlo, entonces es que tal objetivo estaba también presente en el trayecto hacia él”[60]. A su vez Wittgenstein, desde la conexión entre expectativa y satisfacción de las Observaciones Filosóficas hasta la descripción de múltiples de juegos de lenguaje en las Investigaciones –por ejemplo, el del “querer decir “-, alude a algo que no nos deja tranquilos hasta que la potencialidad que nos mueve alcanza su cumplimiento. Y tanto en Schönberg como en Wittgenstein la única prueba de que esto se da es la comprensibilidad que muestra el receptor.

 

Sin embargo también en mí, cuando he llegado a la interpretación adecuada o al punto de afluencia del desarrollo que en sentido literal no me dejaba en paz, ocurre algo que puede denominarse con la misma palabra que lo que ocurre en el otro cuando me entiende. Podemos llamarlo satisfacción –siempre y cuando sustraigamos a esta palabra toda connotación de subjetivismo esteticista-. Satisfacción en el sentido de que la expectativa no queda incumplida, y aun esto relativizando lo que de premeditado pueda haber en la noción de “expectativa”. Satisfacción no consciente sino reconocible por contraste con el malestar que produce la no operatividad o no concordancia efectivas. Precisamente porque esto se manifiesta en el lado de acá del telar son necesarias estas cautelas: para soslayar tanto la deriva relativista como el aura que baña ese punto de vista cuando se asimila a la ética y la estética. No hay relativismo por el carácter cristalizado de lo que posibilita el acuerdo en la acción y por lo que tiene de obligante lo que nos apacigua o incomoda en ese punto; mientras que lo que en el joven Wittgenstein aparecía como “vida del espíritu” pierde su aura desde el momento en que “lo importante” deja de verse como luz que llega de arriba o como orden del mundo para pasar a identificarse con la interacción de lo empírico y lo conceptual en los nexos y con lo que es condición de esto o punto de vista, incluso en su vertiente más animal. No es que deje de haber el paso adelante del ethos: ocurre que cuando éste se da no hay, no puede haber, autoconciencia del valor: sólo tenemos aquello que en Kant era visto como problema y le llevó de la segunda Crítica a la tercera, que no por azar se ocupaba de lo estético.

 

El malestar o la satisfacción se nos aparecen en ese plano más primario que el del saber donde el niño aprende lo que es susceptible de duda o tanteo y lo que no –esto es, donde reaccionamos sin preguntarnos si sabemos lo que nos hace reaccionar-: “en este punto quiero observar al ser humano como a un animal”[61], dice Wittgenstein. Es en este plano donde brota el malestar, por ejemplo ante la no percepción de la incompatibilidad entre ética y (buena) conciencia o ante la incapacidad de detenerse en el punto más allá del cual no hay sentido. Este “hacer alto” frente a los deslumbres de la focalización teórica o la evanescencia de los procesos internos (dos actitudes simétricas e igualmente autolegitimadoras) se corresponde con un gusto contrario a lo superfluo u ornamental. Como en Loos o Schönberg, aquí aparece en primer plano una disposición a despejar el terreno, y en esa línea se podría hablar de descategorización a condición de precisar que se sabe que siempre hay categorías y que la correlación de lo fijado y lo fluyente no es algo que podemos alterar a voluntad.; ello mismo, empero, comporta diferenciar lo fijado que nos permite mover de lo que nos encajona en roderas de las que “no puedes salir”[62]. Precisamente la correlación con el flujo abre múltiples puntos de abordaje, y a menudo basta cambiar estos para que se revele la artificiosidad de las dicotomías. Así, Wittgenstein reconduce la de lo interior y lo exterior (que de hecho es lo contrario de una dicotomía por la inducción recíproca que se da y que se ve especialmente cuando se mitologiza lo interior) a una descripción de lógicas interrelacionadas. Y del mismo modo, tanto en Últimos escritos… como en Zettel relaciona las dudas solipsistas con una reactividad ante lo visible o interpretable que es la otra cara del ideal de que todo debe estar a la luz, de modo que desaparecerían si nuestra vida fuera previsible como una máquina. Desplazando la perspectiva hacia cómo es nuestra vida -no calculable-, Wittgenstein reorienta las polaridades a una diferencia de juegos de lenguaje que obtienen sentido en un contexto fluctuante, sin que ello implique dejar de apreciar que hay una asimetría entre el lado del “que mueve y el de lo movido”. En cierto sentido éste es el límite por antonomasia; pero no es que lo que sientan o piensen otros esté oculto en el sentido en que lo dice el solipsista: “Simplemente a los otros se le manifiesta de un modo diferente a cómo se me manifiesta a mí”. Y esta es una diferencia entre formas de funcionamiento gramatical: decir “sé lo que el piensa” puede tener sentido; decir “sé lo que yo pienso”, no. El problema se disuelve al reconducirse a lo relacional: si alguien me resulta incomprensible en todos los casos imaginables[63], eso significa simplemente que “no puedo relacionarme con él como con otros”[64].

 

Aquí se aprecia un doble movimiento de depuración e inversión que lleva, de un lado, a valorar lo serial cotidiano y a desacreditar falsas jerarquías, y de otro, a atender a zonas de umbral y claroscuro. Es en el gusto por estas cadenas más complejas donde se manifiesta lo que hemos presentado como una tonalidad. Pero esto tiene su reverso en la estimación de cómo nos guía lo sencillo, por ejemplo lo que se explica por definición ostensiva. La fractura de la correspondencia entre leyes cósmicas y reglas lógicas ha reducido “la vieja deidad que nos conducía” al plano gramatical[65]: lo que antes era el abandono a la voluntad de lo eterno ahora ha quedado reducido a lo que el lenguaje se nos da como automatismo; pero esto no dejar de tener un efecto de apaciguamiento que se opone a todo inquirir o plantear cuestiones[66] y que nos devuelve a la paradójica profundidad de lo familiar -tal como la veíamos en los ritos sacrificiales de Frazer-. Sin embargo, así como en Der Versucher Broch sugiere que en “la maleza primordial” reconocemos algo familiar y afín a nuestra alma, en el Wittgenstein maduro encontramos lo familiar secularizado en la cotidianidad. Y es ahí, en la tarea de rastrear el lenguaje, donde encontramos lo que en Broch es la forma de irrupción de lo más bajo y lo más alto: la imagen. “Creo que mis proposiciones son la mayoría de veces descripciones de imágenes visuales que me vienen”, dice Wittgenstein en su diario de 1931[67]. Y ahí, como en el gusto por el “atrapar espontáneo” o por el “lenguaje más directo” que halla sus ejemplos en el gesto y la música o el color, se mantiene algo de la identificación de lo feliz con lo que no requiere deliberación. Sin embargo en otros lugares el color no es sino el “ejemplo par excellence” de la definición ostensiva (aunque nunca deja de verse como un tema “incitante”). Esa reversibilidad es lo que permite una inversión de lo serial cuya afinidad con lo estético se muestra en los registros imaginativos de las suposiciones, siendo la imaginación un ámbito donde interactúan “elementos heterogéneos” y se despliegan las potencialidades más complejas (como las de la metáfora o la comparación), pero donde también se propicia el asombro como forma de captación instantánea[68]. Y con el mismo carácter de dispositivo actúa el malestar que puede hacernos reaccionar tanto frente a lo previsible y estabilizado como a lo que nos desconcierta. De ahí que, después de aludir en las Investigaciones a que la música “se nos dice por ella misma”, Wittgenstein añada: “maravíllate de esto lo mismo que de otras cosas que te intranquilicen”. Wittgenstein se refiere aquí a lo que nos constriñe, pero siempre hay una oscilación entre esto y lo que “se cuela en mi vida” (o entre extrañeza y reconocimiento, sin que, por la misma oscilación, haya mitologización de lo unheimlich ni recognición en sentido idealista). Lo hemos visto ya al comprobar que lo que tiene de visual su pensamiento lo lleva a la inmanencia de espacios lógicos, mientras que cuando se hace patente “lo que ha significado la música” para él –por ejemplo, cuando atiende al “elemento musical” del lenguaje- no deja de comparecer lo particular.

 

Tal es la doble vertiente de su descenso a lo real. Y, para nuestros propósitos, no resulta baladí que sea en Observaciones sobre los colores donde Wittgenstein hace más explícita esta interacción, así cuando habla de “conectar apariencia con apariencia” y dice que en ello “hay lógica”, sólo que “mucho más complicada de lo que podría parecer”; o cuando pone en primer término “el fluir de la vida” afirmando que nuestros conceptos viven “inmersos” en él, para decir luego como contrapunto que lo conceptual o lo “reglamentado de nuestro lenguaje permea nuestra vida”. En el caso de los colores esto último se revela en el hecho de que no haya “un criterio comúnmente aceptado para lo que sea un color a menos que se trate de uno de nuestros colores”, es decir, a menos que nos remitamos al “sistema de colores que tenemos” y que, por ejemplo, es diferente del de los esquimales. Pero cuando atendemos a esas diferencias “conceptuales” vemos que son indisociables de las determinaciones empíricas de la vida[69]. De ahí que desde las Observaciones filosóficas a Zettel Wittgenstein diga que “no hay tal cosa como el concepto de color puro”. Los conceptos de que disponemos son engañosos en la medida en que se subsumen en una teoría de aplicabilidad universal o nos remiten a lo fijado como real o referencial. Pero en la medida en que sabemos distinguir “marrón” y “azul” o relacionar dos tonos puede hablarse de sistema o de “matemática del color”. Es un sistema que aplicamos con la garantía de una convención (lo hemos aprendido con nuestro lenguaje y nuestras formas de reaccionar), pero, por la plasticidad con que los nexos lógicos se imbrican con lo variable, el que se me imponga una gradación en un entorno o con una determinada luz se relaciona con lo que en Schönberg aparecía en términos de necesidad. Por eso se dice en Zettel que éste es un sistema “afín con lo arbitrario y con lo no arbitrario”. Porque lo que tenemos no puede cambiarse por capricho pero tampoco es por naturaleza, si bien lo acogemos con naturalidad. Estamos de nuevo cerca del arte: de un ajuste donde lo antinómico no genera sentimiento de resistencia aunque “ningún estuche le convenga perfectamente”. Y donde pierden su rigidez polaridades tales como contingente-intemporal o natural-convencional.

 

Si Nietzsche dice que quien es rico en antítesis se mantiene espiritualmente joven y fecundo, en Wittgenstein las antinomias nutren una incansable actividad tendente a preservar la fecundidad de lo significante. Así, malestar y satisfacción convergen y se superponen, lo mismo que lo hacen familiaridad y asombro. Y la misma interacción se da entre lo espontáneo y lo reglamentado. La presencia de la extrañeza, por otra parte, se ve potenciada por los ángulos desde los que Wittgenstein enfoca –y rebaja de tono, decíamos- los viejos “problemas grandes” y “esenciales”. Así, el no saber previo al asombro o simultáneo al malestar aparece asociado a la “sensación de libertad” y ésta aparece como el reverso de la impredicibilidad de lo humano. En la misma línea se da la constatación de que en el extremo de la variabilidad experimentamos familiaridad, de modo simétrico a que cuanto más en casa no sentimos menos referencias de agarre tenemos. Siempre que hay familiaridad, empero, hay “un halo de empleos ligeramente indicados” –o, en términos de Gombrich, unos “signos indicadores que nos permiten orientar”-. Es, pues, de nuevo decisivo encontrar el punto de acometida adecuado, pero esto no significa que todo dependa “sólo de cómo lo miremos”[70], en la medida en que aquellas indicaciones nos las da una vida ya conceptualizada. Por una parte, las posibilidades de elección se ven restringidas por los “esquemas” o “archivadores” existentes, si bien el malestar ante ciertas aplicaciones de “estereotipos”[71] puede propiciar una reubicación. Por otra, cuando estamos en disposición de reconocer la “multiplicidad de lo familiar” como “multiplicidad de la precisión”[72], el ajuste se confirma por lo que se nos dice ello mismo sin que haya conciencia de que elegimos. Como ha explicado Otto Pacht, también miembro de la Wiener Schule[73], la propia obra de arte nos impone la posición ajustada a sus virtualidades significantes, de modo que éstas no se revelan hasta que la familiaridad –o la incomodidad- nos lleva a aquellas condiciones de captación. Exactamente éste es el empeño de Wittgenstein cuando compara fisonomías de diversos juegos de lenguaje: “tienes que oírlo atendiendo a este tono”, “compáralo con esto y no con aquello”, “míralo así y verás donde está el error”[74].

[1] Investigaciones filosóficas (ed. en catalán, Laia, 1983; ed. bilingüe alemán-castellano, UNAM-Crítica Méjico-Barcelona, 1988), ap. 132: “Las confusiones que nos ocupan surgen, diríamos, cuando el lenguaje funciona en el vacío, no cuando trabaja”.

[2] Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología I, Tecnos, Madrid, 1988, ap. 120: “Si todo va con normalidad nadie piensa en el acontecer interno que acompaña al habla”. Zettel, UNAM, Méjico, 1979, ap. 88: “Es digno de notar que casi nunca nos interesa lo que ocurre durante el pensar. Es digno de notar, pero no extraño”. Investigaciones ap. 90: “esta investigación (…) remueve malentendidos. Malentendidos que hacen referencia al uso de las palabras, entre otras razones, por ciertas analogías entre las formas de expresión…”.

[3] Investigaciones, ap. 38

[4] Sloterdijk, P.: “La politique de Heidegger” en Magazine littéraire, Hors-serie, nº9, marzo-abril 2006. Foucault, M.: Nietzsche, Freud, Marx. Buenos Aires, 1995, pp. 38-40.

[5] Es la famosa carta fechada en Londres el 18-03-1936.

[6] Observaciones a La Rama Dorada de Frazer, Tecnos, Madrid, 1992, pp. 66-68

[7] Ibidem, p. 78

[8] Movimientos del pensar, Diarios 1930-1932 / 1936-1937, Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 102.

[9] Investigaciones, ap. 18: “…pregúntate si nuestro lenguaje es completo; si lo era antes de que se le incorporaran el simbolismo químico y la notación infinitesimal; porque eso son, por decirlo así, suburbios de nuestro lenguaje (…). Nuestro lenguaje se puede considerar como una ciudad antigua. Un laberinto de callejones y plazas, de casas viejas y nuevas, y de casas con construcciones añadidas en diversas épocas…” Este símil hace patente la importancia de establecer un mapa o una espacialización referencial y de tener en cuenta las determinaciones temporales.

[10] Kracauer, S.: L’histoire des avant-dernières choses, Stock, París, 2006.

[11] Sobre la certeza, Gedisa, Barcelona, 1988, ap. 298. También aps. 83, 142 y 185.

[12] Esto es lo que hace que un descubrimiento nos parezca “grande”, aunque en realidad “no es grande ni pequeño”; lo que hace lo grande, “copernicano”, es “lo que signifique para nosotros”, véase Movimientos del pensar, pp. 31-32; 59; 103.

[13] Gombrich, E.H.: Breve historia de la cultura, Península, Barcelona, 2004, p. 36. Para la crítica de Gombrich a esto: ibid, pp. 15, 51; Norma y forma, Alianza, Madrid, 1984, p. 191-192; “Un apunte autobiográfico”, “La verdad y el estereotipo” y “En busca de la historia cultural” en Gombrich esencial. Textos escogidos sobre arte y cultura. Debate, Madrid, 1996; Temas de nuestro tiempo, propuestas del siglo XX acerca del saber y del arte, Debate, Madrid, 1997 (“Relativismo en las humanidades”, “Relativismo en la historia de las ideas”, “Relativismo en la apreciación del arte”). Cf. en este último libro la relación de Gombrich con Kuhn (p. 48). Sobre la crítica a las polaridades de Wölfflin: Norma y forma pp. 209 y ss. Sobre Gombrich y Warburg: Gombrich, E.H.: Aby Warburg. Una biografía intelectual, Alianza, Madrid, 1992. Ver nota 16.

[14] Esto se puede ver también en “El estereotipo y la verdad”, cit. O en “Un apunte autobiográfico”, p. 27; Breve historia de la cultura, pp. 135-136; y Temas de nuestro tiempo, p. 36 y ss.

[15] El mismo Gombrich explica en el citado “apunte autobiográfico” que su madre conoció “bastante bien” a Schönberg “pero no le gustaba tocar con él, porque, decía, no seguía muy bien el compás”.

[16] Sobre esto Didi-Huberman: L’image survivante (especialmente “Renaissance et impuretés du temps: Warburg avec Burckhardt”, “Sismographie des temps mouvants”, “La tragédie de la culture: Warburg avec Nietzsche”), Minuit, París, 2002. Para la crítica a Gombrich: ibid, pp. 30, 93 y ss., 143. Sobre Warburg también Didi-Huberman: Devant le temps. Minuit, París, 2000; Agamben, G..: Image et mémoire (“Aby Warburg et la science sans nom”), Desclée de Brouwer, París, 2004; y Michaud, P.-A.: Aby Warburg et l’image en mouvement, Macula, París, 1998 -en este último es remarcable el prólogo de Didi-Huberman, donde encontramos condensadas las ideas de “savoir montage”, “savoir mouvement”, “collision de temporalités hétérogènes”… En esta línea, cf. Kracauer, op. cit., pp. 218 y ss. o 254.

[17] Bouveresse, J.: “Sur quelques conséquences indésirables du pragmatisme”, Essais IV, Pourquoi pas des philosophes?, Agone, Marsella, 2004, pp. 205-241 (especialmente 231 y ss.).

[18] Foucault, M.: Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Méjico-Madrid, 1968, “Prefacio” (pp. 1-10). Droit, R.: Entrevistas con Michel Foucault, Paidós, Barcelona, 2006, pp. 63-65.

[19] En Vereinigungen, Gesammelte Werke, Rowohlt Verlag, Hamburgo, 1978 (ed. en castellano: Uniones, Seix Barral, Barcelona, 1995).

[20] Por esta razón es grave, como ya vio M. Cacciari, que en La Viena de Wittgenstein de A. Janik y S. Toulmin (Taurus, Madrid, 1974) Nietzsche no apareciera ni una sola vez. Este libro fue obviamente importante por abrir paso a una nueva visión de Wittgenstein, pero como aproximación a la Viena de la época es una visión muy limitada y desenfocada.

[21] Musil, R.: “Conjeturas acerca de la nueva estética. Observaciones sobre una dramaturgia del cine” (ed. en castellano: Ensayos y conferencias, Visor, Madrid, 1992). Sobre esto véase Cometti, J.-P.: “Proust, Musil et les mondes de l’art”, en Austriaca, nº42, pp. 95-101 (especialmente 98 ss.), Actes du colloque de Sarrebruck, 1994, Publications de l’Université de Rouen, 1995.

[22] Broch, H.: La muerte de Virgilio, Alianza, Madrid, 1979; Der Versucher, novela inacabada publicada primero con este título recogiendo las tres redacciones de Broch y después conforme a la primera versión con el título Die Verzauberung en el tercer volumen de las obras completas, Suhrkamp, Hamburgo, 1976.

[23] Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología I, Tecnos, Madrid, 1987, ap. 936: “Matices de tono, de gestos, de mirada pertenecen a la evidencia imponderable”.

[24] Valéry, P.: Cahiers II, Gallimard, París, 1974, pp. 933 (“C’est cette indétermination…”), 944 (“Si una ouvrage est clair…”), 982 (“Caractères contradictoires…”); Piezas sobre arte, “El infinito estético”, Visor, Madrid, 1999.

[25] Investigaciones, aps. 97 y 192.

[26] “Nuestro tiempo es realmente un tiempo de transvaloración…”, Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932 / 1936-1937, p. 53.

[27] Zettel, ap. 135.

[28] Investigaciones, ap. 23: “¿Pero cuantos tipos de proposiciones hay? ¿Tal vez aserción, pregunta y orden? Son innumerables los tipos…”; 26: “se cree que aprender a el lenguaje consiste en denominar objetos. (…). Como ha quedado dicho, denominar es parecido a pegar un cartelito a la cosa”; 304: “…desaparece la paradoja si rompemos radicalmente con la idea de que el lenguaje funciona siempre de una sola manera, que responde a la misma finalidad: transmitir pensamientos”. La identificación de esto con el modelo agustiniano que prioriza la nominación ya aparece en el ap. 19 de la Gramática Filosófica.

[29] Ibidem, ap. 568.

[30] Sobre esto puede verse Giuffredi, M.: Fisiognomica, arte e psicología tra Ottocento e Novecento, pp. 157-163; Gesichter. Physiognomische Streifzüge, Verlag Anton Hain Meisenheim, Frakfurt a. M., cap. II; y los textos del propio Goethe recogidos en Goethe y la ciencia, Siruela, Madrid, 2002.

[31] Véase Investigaciones, aps. 90-100.

[32] Cf. Arnaud, J.-P.: Freud, Wittgenstein et la musique, Presses Universitaires de France, París, 1990, p. 290; y los textos de P. Krieg y K. H. Müller en El ojo del observador. Contribuciones al constructivismo. Homenaje a Heinz von Förster, Gedisa, Barcelona, 1994.

[33] Casals, J.: Afinidades vienesas, Anagrama, Barcelona, 2003, pp. 428-429

[34] Sobre toda esta cuestión véase Bouveresse, J.: Essais III. Wittgenstein &les sortilèges du langage (“Le tableau me dit soi-même… La théorie de l’image dans la philosophie de Wittgenstein” también los aps. “Le regard & la catarsis” y “Une démarche esthétique?” del ensayo “Les problèmes philosophiques & le problème de la philosophie”), Agone, Marsella, 2003.

[35] Broch, H..: Poesía e investigación, “Algunas consideraciones en torno la filosofía y técnica de la traducción”, Barral, Barcelona, 1974. De modo parecido Wittgenstein, en la Gramática, ap. 138, dice que “es la conexión y no el efecto lo que determina la significación”.

[36] Gramática, aps. 22, 28, 31…

[37] Ibidem, aps. 27, 84, 101, 121, 122, 123, 124…

[38] Gargani A.G.: “Introduzione” a Wittgenstein: Ultimi scritti.1948-1951. La filosofia de la psicología, Laterza, Roma-Bari, 1998.

[39] Los cuadernos azul y marrón, Tecnos, Madrid, 1976, p. 210.

[40] La prioridad se ve clara cuando en el ap. 21 de Observaciones filosóficas Wittgenstein dice que su “concepción pictórica” de las proposiciones intencionales “considera el reconocimiento como la percepción de una relación interna”. También lo remarca Bouveresse en “Le tableau me dit soi-même…” cuando dice que lo decisivo de la teoría figural del lenguaje no es tanto que la proposición tenga todas las virtualidades de una imagen cuanto que toda imagen pueda verse como una proposición. Y en la Gramática, al final del ap. 37, se ve la importancia de la música en la captación de relaciones internas como modelo de comprensión (véanse también aps. 4 y 5). Pero ahí también se ve que la referencia a lo intransitivo no resuelve el problema. De hecho, la prioridad nunca comporta que haya un modelo único, como ya vio C, Chauviré en un lejano artículo de Critique (“Comprendre la musique chez Wittgenstein”).

[41] Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología I, ap. 712.

[42] Gramática, aps. 118-121.

[43] Sobre la certeza, ap. 62. Investigaciones, ap. 235

[44] Valéry dirá en los Cahiers que la música es un “dépassement du langage articulé”.

[45] Gramática, aps 5, 34, 130.

[46] Zettel, ap. 175; también 144: “Como ha de entenderse una palabra no nos lo dicen sólo las palabras”.

[47] Últimos escritos…I, ap. 211.

[48] Sobre la certeza, ap. 343.

[49] Esa disposición a “ver en su conjunto la red a la que pertenece la proposición” también aparece ya en la Gramática, ap. 102.

[50] Investigaciones, ap. 654.

[51] Ibidem ap. 308.

[52] Zettel, aps. 146-160 y 231-235.

[53] Respecto a la riqueza simbólica y relacional de la imagen y al lenguaje de la divinidad véase Gombrich, E. H.: Imágenes simbólicas, Alianza, Madrid, 1983, pp. 41-45, 173-174, 245 ss., 268-271, 290-291.

[54] Zettel, ap. 606.

[55] Gramática, Apéndice, ap. 5

[56] Investigaciones, aps. 191-192.

[57] Ibid., aps. 415; 124; “No se puede notar porque se tiene siempre ante los ojos”. Malcolm, N.: Ludwig Wittgenstein, Mondadori, Madrid, 1990, p. 58. También Investigaciones, ap. 309: “¿Cuál es tu meta en filosofía? Mostrarle a la mosca la salida de la campana cazamoscas”.

[58] Investigaciones, ap. 546; 414.

[59] Nos referimos a la carta a Norman Malcolm de 16 de noviembre de 1944: “De qué sirve estudiar filosofía si todo lo que hace es capacitar para hablar con cierta verosimilitud sobre algunas cuestiones abstrusas de lógica, etc., si no mejora los pensamientos sobre las cuestiones de importancia de la vida cotidiana, (…) si vivimos para vernos de nuevo no eludamos cavar. Si uno no desea herirse a sí mismo, no puede pensar decentemente” (Malcolm, op. cit. pp. 113-114).

[60] Citado por Stuckenschmidt, H.H. en Schönberg. Vida, contexto, obra, Alianza, Madrid, 1991, p. 195.

[61] Sobre la certeza, ap. 472.

[62] Investigaciones, ap. 103. Se trata de ver que “hay cuestiones que tienen sentido cuando se plantean con relación a una categoría y no cuando se plantean con relación a otra”, Lecciones sobre filosofía de la psicología, 1946-1947, p. 378.

[63] Investigaciones, p. 373 de la ed. en cat. – p. 511 de la ed. en cast.: “Cuando veo que alguien se retuerce de dolor por una causa manifiesta no pienso: sus sentimientos, no obstante, me permanecen ocultos”.

[64] Últimos escritos…, ap. 198.

[65] Investigaciones, ap. 241.

[66] Lecciones sobre filosofía de la psicología, 1946-1947, p. 69: “…el primer fallo es plantear la cuestión”.

[67] Movimientos del pensar, p. 74

[68] Un ejemplo de lo que puede ser una captación asombrada es el hecho de ver algo bajo un aspecto que antes no se percibía (por ejemplo, en el dibujo de Jasprow ver un pato donde se veía un conejo). Y esto se muestra en Últimos escritos I…, ap. 733: “al observar el aspecto se percibe una relación interna y sin embargo se relaciona con la imaginación”.

[69] En su “Introducción” a Observaciones sobre los colores (Paidós, Barcelona, 1994) I. Reguera recuerda que los esquimales distinguen siete blancos. Y en Lecciones sobre Filosofía… (p. 315) Wittgenstein dice: “llamemos polos a los cuatro colores. Supongamos que un pueblo tiene cuatro polos diferentes de los nuestros…”. Aquí el grado de diferencia con respecto a nuestra vida –la de quienes no tenemos “cuatro polos” ni siete blancos- es mayor que en el caso de los esquimales; pero también con respecto a este caso podríamos decir lo que Wittgenstein dice aquí: “sus polos han de desempeñar un papel peculiar, no sólo uno en la nomenclatura”. Pues, aunque nuestra vida esté más cerca de la suya que de la aquí imaginada, también las diferencias de la vida cotidiana se relacionan con el hecho de que el blanco o los blancos jueguen un papel conceptual distinto.

[70] Lecciones de filosofía de la psicología, p. 314.

[71] Todos los términos son de Gombrich y pertenecen al ya citado ensayo “La verdad y el estereotipo”.

[72] Gramática, aps. 115 y 126.

[73] Otto Pacht, Historia del arte y metodología, Alianza, Madrid, 1986, pp. 40-45 y 54-55 (“la obra de arte no puede ser vista arbitrariamente de una manera u otra”).

[74] Investigaciones, pp. 311 y 345 de la ed. en cat. – pp. 421 y 465 de la ed. en cast.; Lecciones de filosofía de la psicología., p. 345.