(Article escrit per a La Vanguardia sabent que no seria publicat).
Cuando había renunciado a toda posible colaboración con los medios periodísticos, teniendo en cuenta los “parámetros” y “criterios de selección” con que “se mueven” (por decirlo con las palabras del diagnóstico de Bru de Sala publicado el 16 de agosto en este periódico), un artículo sobre Oriente Próximo ha suscitado de nuevo una indignación que ha podido más que la conciencia de que responder equivale a trabajar para el diablo.
En la primera página de “Opinión” del 22 de agosto apareció una reflexión firmada por G. Luri que dedicaba buena parte del texto a descalificar a quienes se han movilizado sin atender a la “complejidad” del conflicto, para desembocar en unas preguntas del siguiente tenor: “¿Es el fundamentalismo islámico el totalitarismo del siglo XXI?” o “¿Puede ver garantizada su existencia el Estado de Israel sin una defensa desmedida?” Respecto la cuestión del totalitarismo, G. Luri sabrá, puesto que firma como filósofo, que la filosofía política seria (véase P. Lacoue-Labarte, La fiction du politique, París, 1998) considera que éste es un concepto, de tan restregado, ya casi inutilizable. Asimismo no vale la pena detenerse en la cuestión de la “defensa desmedida”, ya que este adjetivo indica el reconocimiento de la descompensación de provocar más de mil muertos civiles por el secuestro de dos soldados, sin que esto haya permitido conseguir su liberación y en un momento en que el secuestro “legal” de sospechosos de terrorismo es una práctica impune y recurrente.
En cambio, si conviene atender a la cuestión de la garantía de persistencia de Israel, ya que portavoces de este Estado han presentado el no reconocimiento de su “derecho a existir” como la marca del antisemitismo, amparándose en el recuerdo de la Shoah para justificar actuaciones destinadas, según ellos, a que aquello, lo innombrable, no volviera a ocurrir. Aquí tocamos uno de los puntos más sensibles de la conciencia moderna. El holocausto se ha erigido en una referencia de tal importancia que se ha presentado como lo impensable y a la vez como el objeto a pensar del siglo XX, lo cual no ha dejado de generar un “sistema de tabúes” y formas de “adoración mística” -según han visto autores tan poco suspectos de antisemitismo como Imre Kertesz y Giorgio Agamben-. Una discusión central en este momento es la de si las imágenes pueden dar testimonio del horror en su grado más inimaginable sin caer en la banalización del simulacro o el fetichismo, y G. Luri parece situarse en la línea iconoclasta cuando dice que las imágenes generan una solidaridad emotiva, al tiempo que sitúa el lenguaje verbal en el plano de la argumentación y el rigor. Ha habido, empero, importantes trabajos (como el de G. Didi-Huberman en Images malgré tout -París, 2003- sobre las fotografías realizadas por los presos de Birkenau obligados a hacer desaparecer los cadáveres y las cenizas) que muestran que, si bien en ocasiones las imágenes son una pantalla que vela más que revela, en otros, cuando no se sobredimensiona su valor veritativo, cumplen un papel necesario en el trabajo de imaginación y memoria que acompaña al juicio y que favorece la disposición a la responsabilidad. Así lo han explicado autores de la tradición intelectual judía, como Freud o Karl Kraus. Y es en esta tradición donde yo sitúo la base de la presente consideración respecto a la violencia que el Estado de Israel ejerce sobre las personas y las ideas.
Agitar un mal -sea el antisemitismo o el terrorismo integrista- como espantajo para que no se vea otro mal, puede tener el grave efecto, si no se consigue ocultar este último, de que disminuya la prevención hacia el primero. En cualquier caso no se corresponde con un pensamiento como aquél que afrontó lo que desafía la comprensión humana intentando comprender en qué medida van juntas la violencia sobre el lenguaje y la violencia sobre las personas. Por supuesto esto mismo – y otras cosas- me aleja de toda simpatía hacia lo que representa Hezbolá. Y tampoco dejo de constatar que a veces la defensa de los más débiles (desde el principio, los palestinos: recuérdese Chatila, ahora otra vez de actualidad) ha mostrado derivas hacia los tristes tópicos del antisemitismo. Paradigmático es el caso de Jean Genet, aunque ahí aparecen reminiscencias de la décadence más que tópicos. Pero es que los mismos resortes que ahí perduran y que no impiden que la obra de Genet sea de gran valor, también pueden detectarse en Theodor Herzl, padre de la idea del Estado de Israel y prototipo del decadente wagneriano que se complace en la bruma o el aura que rodea al genio o al guía carismático. Ya el filólogo judío Victor Klemperer percibió las semejanzas entre las formas de lenguaje de Hitler y las de Theodor Herzl. Y en esta línea Freud dijo a Jacob Herzl que hombres como su padre eran “peligrosos”. Lo cual no impidió que cuando arreciara el antisemitismo optara por presentarse como “judío”, a la vez que seguía viéndose como un hombre sin patria. Por ello mismo: si se tratara de comprender el sentido histórico del antisemitismo en lugar de usarlo como arma arrojadiza, habría que recordar que la gran acusación contra los judíos ha sido la de ser perpetuos extranjeros, sin un carácter que no fuera metamórfico o negativo. Y cabe decir, invirtiendo esa acusación, que esta extraterritorialidad -a veces asociada a lo femenino, a veces asociada a un rigorismo que hace que las palabras valgan- no es ajena al papel decisivo de las aportaciones de la cultura judía en la gran remoción que atraviesa todo el siglo XX.
En este aspecto, volviendo a la cuestión de la imagen, sería bueno recuperar las reflexiones concitadas en torno a la figura de Moisés en el periodo de entreguerras. Y ver, por ejemplo, cómo Thomas Mann, en La Ley muestra el valor formalizador de palabras como “no matarás”, al tiempo que Schönberg testimonia en Moses und Aron el carácter lábil e irrenunciable de las representaciones simbólicas. Esta bidireccionalidad caracteriza la remoción cultural de que hablábamos: una aguda conciencia de los límites del lenguaje, pero también de los lazos que con él se crean y que -como dijo F. Rosenzweig- son más fuertes que los de la sangre. Y esto es lo que hoy se ve desplazado por la lógica de la fuerza: la conciencia de que hay que atender a las condiciones del otro para que sea efectiva la concordancia inherente a toda relación significante, y de que todo discurso impuesto unilateralmente es esterilizador. La crítica a la historia escrita por los vencedores es una constante en el pensamiento de la judeidad (de Walter Benjamin a Itzhak Schipper).
También en este sentido vale la pensa recordar lo que Einstein escribía en 1938 -cuando mantenía correspondencia con Thomas Mann y Schönberg-: “la conciencia que tengo de la naturaleza esencial del judaísmo se opone a la idea de un Estado hebreo con unas fronteras, un ejército y cierto grado de poder temporal, aunque sea modesto. Tal cosa me atemoriza por el daño interno que reportará al judaísmo…” Está a la vista que la fuerza del ejército y el Estado de hebreo no es hoy modesta, y ello ha convertido la existencia del Estado de Israel en un hecho irrevocable. La cuestión, pues, no es su permanencia o no. La cuestión es si, bajo la coartada de defender lo que se presenta como imagen indivisible de una tradición multiforme, se está invirtiendo y dilapidando lo que de ejemplar tenía esa tradición. Pues, como ha dicho Adorno y ha mostrado Stefan Zweig en sus relatos, un rasgo distintivo de la gran cultura judía era la repugnancia a la violencia. La anécdota de Mahler resistiéndose a pisar una mosca a la que dio un manotazo reflejo, ejemplifica esa pietas que posteriormente ha sido tematizada por Emmanuel Levinas como deber hacia los otros (frente a la moral del deber tout court). Y a lo mismo responde la tendencia a ubicar y desarrollar el valor en esta vida -sea desde una asunción laica de la transitoriedad, como en Freud, o conforme a una orientación religiosa que no cultiva ilusiones ulteriores a la muerte por cuanto ésta y lo que le sigue es inconcebible. Asimismo es expresión de ello la renuencia a ejecutar sentencias de muerte en la historia de la judeidad anterior al Estado de Israel, como lo fue en éste la reflexión que se hizo para justificar la ejecución de Adolf Eichmann y que venía a presentarla como excepción que respondía al mayor estado de excepción que ha conocido la humanidad.
Recientemente, empero, filósofos como Agamben o J. Rancière han advertido acerca de las implicaciones de una refundación histórica sobre la base de un evento del pasado que puede investir de poderes excepcionales. Y el mismo Einstein, cuando afronta la difícil pregunta sobre la naturaleza del judaísmo, habla de un “espíritu crítico” que cabría imaginar incompatible con aquella deriva en sentido opuesto a la ley condensada en las palabras “no matarás”.
Así pues, el presente recorrido crítico puede ser un gesto inútil o, como diría Joseph Roth, que también ve en la búsqueda de un hogar el mayor extravío para el pueblo judío, un “malogrado paseo de un huraño”; pero en ningún caso puede verse como un gesto contrario a aquel pueblo. Sí se diría, en cambio, que mortifican esta tradición las disposiciones del Ministerio de la Guerra de Israel que han convertido en objetivo militar -según señala el reciente informe de Amnistía Internacional- barrios enteros, hospitales, vehículos de socorro y toda suerte de infraestructuras necesarias para la supervivencia de centenares de miles de personas. Por ello las dilaciones y contemporizaciones de Europa frente a lo que ha ocurrido y ocurre en el Líbano es doblemente vergonzoso: por lo que tiene de indiferencia ante el sufrimiento de esas personas concretas y por lo que tiene de perversión de su mejor herencia espiritual.
Josep Casals.