Imagen, palabra y pensamiento: una visión histórico-filosófica

             Imagen, palabra y pensamiento: una visión histórico-filosófica  [1]

 

  1. En el pensamiento occidental, en cuanto que ha tendido a reducir lo heterogéneo a la mismidad[2], ha habido una tradicional prevención hacia la imagen. Así, por ejemplo, Pascal la conjura como “maitresse d’erreur et de fausseté”, y en esa estigmatización hay un doble fondo que ya aparece en Platón, cuando, de un lado, identifica la imagen con un eidolon o -en el Timeo– con un “fantasma” móvil, y de otro lado, en el Crátilo atribuye a cada cosa “un ser propio y consistente”. El carácter insidioso de la imagen procede de que es un aparecer actuante y no una cosa, lo cual pone en cuestión el mito nodal del idealismo, la correspondencia entre la perfección del espíritu creador y una identidad persistente de lo creado, pero también el mito de la verdad objetiva hacia la que se encara la ciencia en el momento inaugural de ese arco civilizatorio que llamamos burgués y que hallará su plena autoconciencia en el liberalismo y el positivismo.

Como ha explicado Walter Benjamin -y después, de modos distintos, Giorgio Agamben y Michael Löwy, entre otros[3]-, la racionalidad asociada al carácter abstracto del intercambio mercantil (por el que la vida toma la forma del “equivalente” que se desdobla en mercancía y en dinero) y la aséptica relación sujeto-objeto de la ciencia y la razón clásicas, orientadas ambas a una aprehensión según el modelo de la posesión y del dominio técnico, han sido factores determinantes de una depauperación de las condiciones y los marcos de experiencia; lo cual ha desarrollado formas de malestar frente a la supremacía de lo cuantitativo y unívoco prácticamente desde el pleno asentamiento del modelo en el siglo XVIII.

Ya Goethe, aun con toda su admiración por Kant, invierte en el Urphänomen la concepción de la Einbildungskraft (imaginación, facultad productora de imágenes) tendente a homogeneizar y simplificar lo sensible en un esquema que lo acerque a lo intelectual y universal, de modo que el Urphänomen sigue siendo fenómeno, es decir, multiplicidad particular, sólo que las metamorfosis se manifiestan enlazadas “en una vida decisiva” en la que se revela su matriz común y su potencia formadora[4]. Esta dinamis actualizadora del origen (Ur) no es ajena a la primacía del arte y a la superposición de filosofía y poesía en el primer romanticismo de Jena, Tubinga y Heidelberg. Posteriormente, esta fuerza que aflora -sea en los sueños, sea en una configuración plástica o metafórica- se hará inquietante, por ejemplo en Hoffmann, sin dejar de remitir al poder de la imaginación como “facultad central” (jerarquía operante ya en Herder). Pero el lugar de las facultades del alma como unidad de autoconsciencia pasa a ocuparlo un flujo por el que el alma se une al devenir cósmico: un alma que, precisamente, halla su “alimento” y su incentivo en las imágenes.

Así lo cuenta Albert Beguin en El alma romántica y el sueño (1939), en cuya última parte ocupa un lugar preeminente Baudelaire, gran enaltecedor del “culto de las imágenes”, pero también el surrealismo, no menos versado en el empleo del “estupefaciente imagen[5]. En un extremo y otro de la línea, marcada toda por el deseo de maravilla frente a la seguridad de un mundo empobrecido, el “paso de imágenes” toma un carácter descategorizador, según viera ya Villiers de L’Isle Adam[6]. También lo dijo C. Mendès cuando Mallarmé le leyó fragmentos de Igitur: aquí “las palabras nunca significan en un sentido propio”. Y mucho después, lo ratificarán los surrealistas al constatar que “cada imagen, a cada momento, os fuerza a revisar todo el universo”.

En la periferia de este movimiento, Bataille y Leiris utilizan la imagen como una cuña que rompe los lazos causales y teleológicos vinculados a un modo de ser necesario; y en ese plano –o falla- se sitúa su interés por las experiencias de saber que comportan un no saber, o su impugnación de las redes de identificación habitual del lenguaje[7]; en Leiris, merced a “ramificaciones” imprevistas o a “asociaciones” sonoras o visuales, en una combinatoria de palabras que desencadenan pensamientos que no les preexisten, palabras sin designación útil que “le guían o extravían” a partir de su aspecto más material en sentido inverso al cielo o a la unión con el todo, o sea, hacia el interior de un cuerpo y una vida caducos, divididos, aleatorios.

En un texto sobre John Dee, mago del siglo XVI, publicado en La Révolution surréaliste y retomado en Brisées[8], Leiris saluda la aspiración de acceder a fuerzas secretas operativas como nexos entre los elementos particulares, y constata: “Inventor de la escritura y del lenguaje, el hombre tenía que caer fatalmente en esta trampa que había construido con sus propias manos. Dio carácter hipostático a las palabras y a los signos, y creyó que un Dios se los había revelado. ‘Soy alfa y omega’, dice en el Apocalipsis el Verbo encarnado, mostrando así más de lo que quisiera la tradición (…) que, si Dios es principio y fin de todas las cosas, a la vez no es sino un simple signo, una mera combinación de letras y de palabras”.

Deleuze llevará a un extremo paradójico esta “muerte de Dios”, que Mallarmé ha explicitado tanto desde su íntima experiencia como frente a un mundo leído como un texto interpretable. Análogamente, Cézanne deja de ser “sumiso a la naturaleza” para pasar a interpretarla en una “relación exacta de tonos”. Lejos del acuerdo concertado entre belleza y verdad de la estética clásica, en el sentido en que Mallarmé decía que él mismo se modulaba, Cézanne habla de modular el cuadro como totalidad limitada de colores y planos. Este es un sentido antiidealista por “restituir no el espíritu de las cosas sino (…) su materia” (E. Bernard), por ligar esa realidad perceptiva con la lógica y el soporte de su representación, por liberar al color y al contorno de su identidad local y de la sujeción a modelos canónicos y de perspectiva; en lugar de todo lo cual hay una ferrea sujeción a las condiciones de composición y descomposición.

O en términos de Deleuze, una modulación que actúa como “molde variable” y como “desmoldeamiento”, un tejido de relaciones que cabria ver como un “tejido de inmanencia” –en atención a una idea desplegada a partir de Gandillac, según la cual habría zonas entre los niveles (en Deleuze, niveles de una multiplicidad virtual en el lugar que ocupaba la unidad de lo real) en las que todo parece estar a igual distancia de la causa primera pero en las que esa jerarquía tiende a verse dislocada por líneas de fractura.

Si esto último podría verse en relación con Bergson[9], lo anterior remite a un desarrollo oscilante entre N. de Cusa y Spinoza. Ahora bien, il Cusano persevera en la idea de una divinidad cuya infinitud es una coincidentia oppositorum irreductible para los que tenemos visiones parciales, según una tradición que parte del Pseudo Dionisio y que, antes de Spinoza, Giordano Bruno retoma también en un sentido panteísta. Lo mismo Bruno que Spinoza asumen la idea de una contractio divina que se ex-plica en la naturaleza así como ésta participa de la com-plicatio, pero en Bruno el cosmos es la otra cara de la noche infinita, la cara a conocer, a partir del materialismo lucreciano y el neo-platonismo. Y en Deleuze Lucrecio marca la inversión del enfoque por la que lo actual y lo virtual pertenecen a una misma naturaleza que “no tiene más allá” y que se ve atravesada por “oleadas de inmanencia”; lo que significa afirmar una vida que no se vive “en función de los medios y los fines, sino a partir de una producción, de una productividad, de una potencia”. Una vida sin dioses.

Idea ésta en la que se subsume la crisis del sujeto clásico: en el lugar de la voluntad o la intentio tenemos un flujo con cortes singularizadores, un devenir de vida y de pensamiento cuya operatividad es una actualización en el sentido en que la contractio se actualiza explicándose, pero sin correspondencias especulares, sin que lo actual se parezca a lo virtual. Lo virtual ya no está fijado en un contorno conceptual cerrado, sino que aparece superpuesto a lo actual en sistemas abiertos y mutantes –como en el poss-est, como cuando Cusa había dicho que en Dios se unen potencia y acto, y que, como reflejo de esto, en el presente se complican todos los tiempos, sólo que ahora ya no hay una necesaria remisión al Uno-. Empero, la apertura de la potencia se mantiene en la puesta en acto de relaciones en planos que se comunican por compresión o despliegue (en espiral, rizomático), o en el hecho de presentar la inmanencia en términos de una vida pura, no determinada, como la de los gestos “no subjetivos” de un bebé o la que aún anima a un moribundo sin participar ya de sus atributos.

Así se ve en el escrito testamentario La inmanencia: una vida[10]; y tal principio desubjetivador marca también el texto sobre Cézanne y Bacon[11]. En él Deleuze tematiza la Figure como presencia que “pone ojos en todas partes” y propicia el “hundimiento de las coordenadas visuales” como clichés, sumergiéndonos en el ser de las cosas como en un espasmo y quebrando el acuerdo sujeto-mundo según el modelo de (auto)posesión. La Figure se corresponde con la imagen artaudiana de “cuerpo sin órganos” en tanto que deshace el corsé de lo orgánico y de toda unidad de discurso (narrativa, expresiva…). Es una figuración sin memoria y sin vivencias del yo, una presencia del mundo sin hombre. En este sentido Deleuze habla de l’homme absent de Cézanne parce que tout entier dans le paysage, y dice que en los cuerpos dislocados o magmáticos de Bacon “una presencia actúa directamente sobre el sistema nervioso”. Y exactamente lo mismo escribe respecto al “ojo no humano” de “la imagen-movimiento”. (Por su parte, Leiris reconoce en la estragada carne de Bacon una presencia que adviene con la fuerza de lo instantáneo, pero hace patente que esa grieta en “la neblina” sólo puede ser efectiva no prescindiendo de interposiciones distanciadoras).

Si en Bergson la imagen se identifica con la materia y ésta se ve transfigurada por el paso de lo inerte a lo orgánico espiritualizado por la durée, en Deleuze este hacer expresivo es la intensificación artística que convierte las propiedades perceptivas de las cosas-imágenes en eventos capaces de componer su espacio; y el cine es el epítome de este paso por cuanto reconvierte el “flujo-materia” en un plano inmanente de imágenes que llevan en ellas el tiempo y, por tanto, no necesitan ser animadas. Pero en el cine, además, se da una evolución hacia la image-temps que rompe con la organicidad. Y este es un punto clave, como se ve en el cuerpo sin órganos o en la prioridad del continuum dinámico sobre lo segmentado por el cerebro.

En todo ello, no deja de llamar la atención que una visión que otorga preeminencia a las imágenes (y que asimila elementos de una tradición de afinidad entre pensamiento y visualidad[12]) reduzca la idea de representación, para anatemizarla, al modelo de espejo mimético o rapport ilustrativo. Y es que, cuando opone representación a presencia –como si esto no tuviera carácter de representación-, Deleuze afirma un vitalismo que trasluce una crisis de las categorías del humanismo y que abona una inclinación hacia efectos intensivos o inmediatos, lo cual, en su lado negativo, propicia aquel anatema, mientras que por su lado de positividad, da lugar a otra paradoja que ya hemos visto: la de asimilar un efecto directo en términos de nerviosidad a un valor.

En cambio, cuando se plantea reconvertir la Ética spinoziana en una “etología”, Deleuze identifica el reclamo de un conocer más alto que en Spinoza lleva a la contractio con un actuar electivo, lo cual choca con la prioridad dada a lo maquínico. Pero he aquí que la contradicción se convierte en programa en la idea de lo esquizo como “desorganización creadora”. Las “convulsiones del bajo fondo” de Artaud revelan el punto focal de esta perspectiva: una inversión de jerarquías que rompe con los mitos del racionalismo y del modelo de simplicidad armónica; en razón de lo cual se nos aparece en un mismo horizonte este peculiar “materialismo” y la acefalia de Bataille o la vindicación de la imaginación y del cine por el surrealismo[13].

 

  1. El arco que así se agrieta halla su arranque en el eppur si muove de Galileo y el je pense de Descartes; un doble polo cuantitativo, antagónico al sincretismo de Bruno (un mundo de alegorías, imprese, vínculos, resonancias…) y prefigurador de elementos que conformarán la razón liberal-positivista tales como la delimitación de esferas autónomas y la figura del sujeto sustancial como centro “re-ligador”; dos instancias entre las que late una contradicción interna, por la que de un lado lo mítico no deja de cernirse sobre cada “especialidad científica”, y de otro es el mismo sujeto el que acaba estallando.

Nietzsche será el “viento” disolvente de ese encaje entre “unidades metafísicas” y “conjuntos empíricos”[14]. Que a fines del siglo XIX y principios del XX se dieran juntas su lectura y la de Bruno, debe verse como un espejeamiento entre dos momentos de “crisis de la conciencia simbólica”, por decirlo con Cassirer (uno de esos lectores a dos bandas, así como lo fueron G. Mahler, Aby Warburg u Otto Borngräber, que abrió el nuevo siglo con su “tragedia” Giordano Bruno. Das neue Jahrhundert).

Este es uno de esos momentos en que “todo parece puesto en cuestión” (Blanchot), en que se alteran las polaridades fijadas, en que emergen energías de significación flotante y se imbrican de otro modo los regímenes visuales y verbales. Si en Mallarmé el objeto se desustancializa por la prioridad que toman la palabra y las figuraciones de la analogía[15], en Nietzsche el sujeto pasa de ser una unidad a una “anarquía de átomos”, un producto social y lingüístico, un caos llamado a devenir forma(s); lo cual hace patente un desplazamiento de la “propiedad principal” del animal humano[16]. Ésta se perfila ahora como un instinto o fuerza creadora de ficciones. Lo que significa, por el lado del mundo, que lo que llamamos así es una red de imágenes o conceptos en interacción con el límite que da apertura al campo o a la escena de máscaras: hacer cognoscible el mundo es formalizar el material sensible-ficcional de procesos en los que el sujeto no es ya una instancia de correspondencia con las cosas sino un punto de vista o principio de interpretación[17].

Empero, que lo que era mediación de segundo orden pase a ser objeto, no significa que no haya más que imágenes[18]. En Nietzsche no hay un irracionalismo absolutizador de la metáfora y condenatorio del concepto, aunque su recepción finisecular haya propiciado esa visión. Ya en la primera Intempestiva Nietzsche arremete contra las imágenes persuasivas y enfáticas de David Strauss; en Aurora rechaza el uso de “imágenes coloreadas ahí donde se necesitarían justificaciones racionales”; y en El viajero y su sombra llega a hacerse solidario de la “fría desconfianza” ante las imágenes (Bilder) y los símbolos (Gleichnisse) por parte del científico que trata de demostrar y no de convencer. En realidad, todo Nietzsche es un trasiego entre lo intensivo y lo distanciador, siendo Humano, demasiado humano el epítome de este enfriamiento –o rebajamiento: “los colores más radiantes son producto de las materias bajas”, leemos en Humano…, y en su libro anexo la sombra dice al viajero que lo que más le ha gustado de cuanto ha dicho es que hay que amar las cosas cercanas.

Cosa que implica otra forma de contacto; y justo eso es la imagen, dirá Blanchot: cercanía y separación. Pero en Ecce Homo (a propósito del Zaratustra, que es el otro polo, el del pathos), Nietzsche constata que no disponemos de una conceptualización de la imagen y de lo que, como ella, “se nos presenta como expresión más inmediata”. Tal es el valor apreciado en la música. Y también en la metáfora: de ahí su valor de precedencia en Verdad y mentira en sentido extramoral –aunque ya en este opúsculo se rechaza tanto “el miedo a la intuición” como el “desprecio de la abstracción”-. De lo que se trata es de no encadenarse a “una sola óptica”, y en este sentido cuando Nietzsche reasume el modelo del artista frente al científico, recrimina a éste tal dependencia: también la ciencia se somete a ídolos; en cambio, el artista –su modelo de alcance más general- asume la perspectiva plural del viajero y su receptividad a lo cambiante, a lo que, sin dejar de ser cotidiano, le asalta con la fuerza de “una iluminación”.

Aparece aquí, frente al grado della indiferenza, la transvaloración que afirma la vida sensorial y perentoria; pero aun este color vibrante, físico, que da su fuerza al arte o a la metáfora (y por el que se muestra la relación de Nietzsche con la idea del lenguaje del círculo de Jena[19]), no deja de tener un carácter representacional, tal como lo verá Freud. El cual no sólo identifica el lenguaje del psicoanálisis con un “lenguaje de imágenes” (en Más allá del principio del placer, donde también introduce la compulsión de repetición –Wiederholungszwang[20]); además, el mismo objeto del psicoanálisis es, en tanto en que aparece, figurativo y maquinal: las pulsiones toman forma de imagen, y las representaciones se activan inervadas por mociones pulsionales.

En este sentido, G. Didi Huberman ha desarrollado el concepto de “image-symptôme” (en relación con los de “image-fantôme” e “image-pathos”), a partir de una “dialéctica del tiempo” inherente a la imagen por la que ésta actúa dinámica y discontinuamente, a distancia[21] pero reemergiendo a la superficie como una fuerza cargada de reminiscencias pasionales o latencias afectivas.

  1. Rancière, por su parte, ha hablado de un “inconsciente estético”; concepto que remite a cierta equivalencia entre la racionalidad del arte en el siglo XIX y una “racionalidad inconsciente”[22] que presupone una transformación en el pensamiento sin la cual difícilmente hubiera podido concebirse el psicoanálisis.

En esta edad tardía “la imagen ya no es la expresión codificada de un pensamiento o un sentimiento”[23]. Si en Freud lo significativo aparece en formas figurales o se revela en elementos aparentemente insignificantes como la materialidad sensible de las palabras (en lo que Saussure llama significante y en Lacan pasa a ampliar sus márgenes de un modo que invierte la jerarquía que tenía el significado), todo esto se inscribe en la transformación asociada a un régimen de percepción y pensamiento del arte que Rancière denomina “régimen estético” -pues la estética es una pensée de melange: antinómica.

En Rancière el término “régimen” remite a una correlación específica de modos de visibilidad y de inteligibilidad. Así, en la época de las Academias de Bellas Artes y Bellas Letras, la mímesis normativa anudó poiesis y aisthesis en un “régimen de identificación de las artes” cuyas jerarquías se correspondían con las de un orden del mundo: era el “régimen de la representación”, al cual sucedió otra distribución de relaciones entre las formas de la experiencia sensible cuando las “reglas de acuerdo de la naturaleza humana y la naturaleza social” dejaron su lugar a un estado de suspensión de la idea de naturaleza humana y las jerarquías de géneros o temas se invirtieron o cedieron ante la caída del aura del estilo y de la idea de perfección…

Rancière evacúa el historicismo que podría impregnar esta doble discursividad referida al arte, en consonancia con su crítica a la relación deleuziana “entre una coupure interna al arte de las imágenes y las rupturas que afectan a la historia”. Asimismo, remarca que las “propiedades” que Deleuze asigna al cine de l’image-temps (coupure irrationnelle, ruina de la narración en favor de potencialidades encarnadas en rostros o en gestos…) ya habían aparecido en L’image-mouvement como image-affection, de lo que concluye que no aparecen ahí “dos edades del cine” sino “dos puntos de vista sobre la imagen”. Y esto es lo que sucede también con las dos lógicas de la mimesis que él presenta y que se superponen en los contra-efectos de la fábula en los films que examina (por ejemplo, en los westerns de Antony Mann). Justamente el cine encarna a sus ojos una acogida de las impurezas de la vida que él opone a una tentación de pureza asociada al “paradigma que identifica la revolución estética moderna con el hecho de que cada arte se concentra en su propio medio”[24]. Idea que, con otro acento, expresa asimismo Badiou cuando contrapone los ámbitos que demandan una educación en el marco “de la grandeur de l’art” y el cine como “arte absolutamente impuro” en el que incluso los “logros” más altos contienen ingredientes bajos (“imágenes banales, materiales vulgares …”)[25]. En uno y otro, empero, hay una disposición a valorar lo bajo que se puede situar históricamente y que en Badiou oscila entre el anti-idealismo y un cierto popularismo, mientras que en Rancière el acento recae en el “vínculo entre las marcas del arte, las emociones del relato y el descubrimiento del esplendor” particular que transmiten en la pantalla unos vasos tintineantes o una mano que descorre una cortina.

Este último aspecto se relaciona con una anotación de R. Musil en la que constata la insistencia con que le persiguen imágenes de un film anodino. También en Elementos para una nueva estética, Musil alude a la fuerza vívida del cine, relacionándola con la impregnación afectiva de las imágenes en la condensación o el transfert y corroborando una bivalencia observada en el psicoanálisis. Por ambas vías nos acercamos a una virtualidad de participación cercana a la dimensión extraconceptual del pensamiento primitivo; sin embargo, Musil constata que, más allá de esa vida simbólica que toman las cosas, en el psicoanálisis y en el cine predomina la adaptación a lo normal como “cemento social fiable”, de modo que el cine abre la puerta a otros modos de percepción a la vez que tiende a ajustarse a los “deseos del hombre medio”[26].

Rancière está lejos de esa oscilación entre expectativa y crítica, por ejemplo, cuando contradice a J. Epstein y desmiente las ilusiones de un despliegue de intensidades e inscripciones en una materia “indistintamente sensible e inteligible”, depositaria de un valor de verdad alternativo al de la verosimilitud aristotélica. Por un lado, explica, el régimen de la representación estaba pensado a partir del modelo de la forma activa que se impone a la materia inerte para someterla a los fines representativos, mientras que en el régimen estético la “identidad entre lo activo y lo pasivo” o “entre lo intencional y lo no intencional” desplaza toda idea de imposición voluntaria (idea que en La fable… atribuye a Epstein: “el ojo de la cámara registra lo que el ojo humano no ve”). Por otro lado, esto mismo hace obsoleto el esquema que liga percepción, saber y afectos orientados a una actividad que “debe ser in-forma-da”. Frente a toda pretensión de “ver en el cine un arte antirrepresentativo” orientado a sustituir “las historias de antaño” por una “lengua de ideas-sensaciones”, Rancière atribuye a la impureza del cine la virtualidad de mezclar elementos del “régimen de la representación” y del “régimen estético”, y la actitud desencantada respecto a lo utopizante -al modo de Epstein o al de Eisenstein- le lleva a remarcar que el cine ha restituido las intrigas codificadas y los personajes típicos cuando, por ejemplo, V. Woolf alteraba la lógica del relato clásico priorizando la “potencia pura de lo sensible”.

Pero a esta actitud le subyacen otros elementos utopizantes, sólo que contrarios a la crítica en que Rancière “fue instruido”, según cuenta Badiou[27]: en los años 66-67 cuajó una tendencia (alimentada por la “revolución cultural” china) al cuestionamiento de las formas verticales de transmisión del saber, y Rancière no reniega de esta disposición, como lo prueban sus textos El maestro ignorante o El espectador emancipado. Ello le lleva a la ambigüedad por mor de no aparecer en la posición de “bonzo” elitista o apocalíptico –así cuando afirma que en el cine, en tanto que identidad de contrarios, nada pueda delimitar los criterios que separan el arte del espectáculo y lo banal del efecto al que se reconoce un valor político o de “energía de la acción”.

Ocurre como si el espectador-filósofo que se divierte con las historias reconociendo modelos aristotélicos y el estetólogo que describe la edad de la estética y no de la retórica, se vieran movilizados por distintos señuelos de identificación. Por ejemplo, al presentar la posición de Epstein, Rancière dice, primero, algo que se corresponde con su caracterización de la “edad estética”[28] y que parece perfectamente asumible: el cine “puede invertir la jerarquía aristotélica que privilegiaba el mythos –la racionalidad de la intriga- y desvalorizaba la opsis –el efecto sensible del espectáculo-”[29]; después, empero, constata que “esta visión es de otro tiempo”, y, a la vez que con ello asume un punto de vista histórico, se aparta de una perspectiva histórica orientada en un sentido que cuestione los prestigios de las “historias” según los viejos patrones; sin embargo, tampoco puede prescindir de la diferencia entre lo que está mejor y lo que está peor, ni de la disyunción entre una política de la dominación y una vía política y ética contraria.

El nudo de la ambivalencia es la idea de autonomía de las artes cancelada por el cine. En la misma página citada (ver nota 29) de Malaise dans l’estétique, Rancière afirma: “una forma de autonomía es siempre una forma de heteronomía”, idea que se apoya en otras: las transformaciones de la experiencia sensible, de los modos de ver y de entender –lo que él llama repartage– tienen un carácter político, y ningún arte puede reducirse a una técnica, unos medios…; lo que se ve de modo particular en el cine. Ello hace que Rancière remarque el écart moderno respecto a la fundamentación del poder en la naturaleza y que se aparte de “toda esta historia de la pureza de la modernidad vencida por la fruslería postmoderna”; pero, en La fable… y Les écarts…, insiste en que hay un rasgo central del pensamiento “modernista” que identifica lo revolucionario del arte moderno “con la manifestación en cada arte de su esencia propia”. Y el hecho de decirlo así ya indica la persistencia del malentendido entre una parte de la izquierda y las tentativas de enlazar rigurosamente las transformaciones de la sensibilidad y de las condiciones epistémicas en el siglo XX[30]. Enlace que presupone un partage distinto del clásico pero que es lo contrario de una disolución de límites, antes al contrario, reclama un “implacable” sentido del límite (el adjetivo es de Musil).

Por una parte, en Malaise dans l’estétique Rancière dice que “el régimen estético” disuelve los límites y anula las distinciones “entre los objetos del arte y los otros objetos del mundo”,[31] y de este modo evacúa al estilo postmoderno la cuestión del valor; por otra, toda su argumentación huye de esa indiferenciación (acomodaticia[32]). Así como Deleuze no asume del todo la indiferencia axiológica inherente a su idea de una historización del cine como una “historia natural” –historia de “una naturaleza única”-, Rancière no lleva hasta la idea (?) de una post-historia su tendencia a extender “la confusión de fronteras” que encarna el cine y a desatender la correlación entre praxis y multiplicidad de lenguajes que comporta el descenso al material y a lo material (y que no es una forma de pureza sino lo contrario, como lo muestra el “descenso al duro suelo” de Wittgenstein).

En Les écarts du cinema Rancière bordea una referencia que podría haberle acercado a esos nexos cuando presenta la idea citada en forma de aporía: “el cine pertenece a un régimen artístico en el que la pureza de las nuevas formas ha encontrado a menudo sus modelos en la pantomima, el circo…” Pues tal remisión (lo mismo que la idea del arte como juego de contradicciones) aparece ya en el apocalíptico T. W. Adorno, que a ojos de Rancière representa un “proyecto emancipatorio” volatilizado.

Para Adorno, remitir al circo es apartarse de un “arte afectado de cultura”, afectación que tanto se manifiesta en la aspiración a la organicidad y eternidad de la “obra maestra” como en la invocación a la interioridad del maestro; frente a ambas cosas está “la constelación animal/loco/payaso”, y, como se ve en la secuencia que lleva de la Lulú de Wedekind a A. Berg -amigo de Musil y maestro de música de Adorno-, lo que emerge ahí es la disonancia como fuerza centrífuga por la que irrumpen “sonoridades semibárbaras”; pero esto no es sólo un “momento inmanente” por el que el arte “se defiende contra la inmanencia de su ley formal”; es también una afirmación de lo no personal sedimentado como gesto, un momento terminal respecto al sujeto que el arte ha contribuido a estructurar, y un momento naciente como búsqueda de un lenguaje para un conflicto irreductible a solo uno de los polos y enfrentado a toda “constricción de identidad”.

Análogamente, cuando Musil, citando a Balázs, alude al valor “no intercambiable” de una forma o medio artístico, y dice que las posibilidades de expresión marcan los pensamientos y sentimientos que se expresan y que esto permite esperar que el cine contribuirá a una nueva cultura de la sensación, el presupuesto de partida, como lo indica el título del texto, es una visión atenta a la complejidad antinómica de lo estético. Que en el cine las cosas tomen la fuerza de “un rostro simbólico”, remite a un fenómeno relacionado con esta experiencia compleja y que no es otro que su antagonismo respecto a la experiencia regulada por las funciones de equivalencia y las “cualidades inferiores del hombre”. Por un lado, aquel “espacio más denso” niega el mundo como cuadro “convencional” de la existencia y afluye a un estado suspensivo o dislocador de lo coagulado, un estado de imbricación de la sensibilidad, el sentimiento y la intelección de articulaciones específicas. Por otro lado, estas relaciones que lo posibilitan son tanto más visibles “cuanto más pobre es el material ofrecido a la percepción”, de modo que “incluso un arte como la música”, todo él “estructura, sentimiento anormalmente intensificado y significación inexpresable”, hace que nos preguntemos por significados en remisión “al conjunto de la persona”. Igualmente, así como lo abstracto puede ser una representación preformada y abreviadora, también lo evanescente o hipersensible –cuando se ve en todo un motivo- puede abocar a lo formulario, a lo cual, justamente, se opone la Motivation cuyo rigor introduce una distancia respecto al modo normal de relación con el mundo y calla cuando no hay nada a decir, pero no es nunca del todo ajena a los contenidos de la vida ordinaria.

Volviendo a Rancière, aquella aporía halla su momento operativo en la revaluación de lo tenido por bajo o visceral. Por este extremo emerge lo que “las nuevas formas” contienen de “inhumano”, de infans o de physis, de sombra o grito hemorrágico –por decirlo con Duras-. En el otro extremo estaría ese materialismo que Adorno asocia a la preeminencia de las palabras en Mallarmé[33] y que, en Centroeuropa, aparece como un “gusto” por la representación en el sentido de Darstellung, es decir, como presentación que es significante no por su condición de reflejo sino por su organización de relaciones internamente trabadas[34].

Esta es una visión no alejada de la de Barthes, pero en las antípodas de la que presenta Rancière en Le destin des images, donde –como Deleuze- limita la idea de “representación” a la de “la figuración antigua” (es decir, a la del régimen denominado “de la representación”), contraponiéndose a la de “presencia desnuda” e ignorándose otros sentidos que no sean ese, el de vor stellen, el de poner delante. Sin embargo, al lado de la visión restrictiva que lleva a hablar del “fin de las imágenes” en Mallarmé, Rancière explica que la mímesis no es un principio de semejanza sino una organización de las relaciones de semejanza y desemejanza variable según la época; que la imagen dista de ser una realidad simple, antes bien se inscribe en un sistema operacional (un regime d’imageité) que establece conjunciones y disyunciones entre lo decible y lo visible; que dos planos de dos films pueden revelar imageités diferentes, mientras que uno de ellos puede converger con el tipo de imagéité de una frase de una novela; y que el cine funciona conforme a una lógica mixta según la cual no se puede obviar cómo la imagen “detiene y reengendra” el relato, a la vez que no se puede examinar aquella sin atender a la fuerza dramática de éste, produciéndose en esta fábula en imágenes móviles continuas reversiones y bidireccionalidades, siempre en el marco de un sistema social de mímesis.

Desde este punto de vista, los deslizamientos no dimanan de una simplificación sino de lo contrario, de la conciencia de la complejidad de un campo en el que actúan tensiones irresolubles y que, en el caso del cine, no puede conceptuarse sino por la imposibilidad de cierre definitorio, o sea, como un “sistema de diferencias” y de “impropiedades”. Cada vez que en él nos acercamos a lo que parece un elemento de identidad hay que atender a tendencias contrarias, lo que obliga a introducir un continuo “juego de distancias”. Así, no cabe establecer una “continuidad entre la naturaleza técnica de la máquina de visión y las formas de arte cinematográfico”, como tampoco basta el análisis formal de los planos y de sus encadenamientos[35].

El destino de las imágenes es siempre el de “un entrelazamiento de operaciones” artísticas y no artísticas, visuales y verbales, criticas y rememorativas…, concluye Rancière. Y, paradójicamente, esto que en ciertos momentos es confusionario (y hace añorar la exigencia wittgensteniana de separar), en otros, cuando se encara al cine como a “un mundo compartido más allá de la realidad material de sus proyecciones” y de los elementos constitutivos de los films, deviene un eficaz modo de contrarrestar la unilateralidad formalista-estructuralista (lo que confluye parcialmente con la oscilación del Wittgenstein maduro hacia la multidimensionalidad de lo significante en la praxis vital).

 

III. En nuestras anteriores deambulaciones la visión se ha atenido a ondas largas[36], y desde este ángulo se podría dejar sentado lo siguiente: desde el último tercio del siglo XIX[37] (de Marx a Nietzsche, de Baudelaire a Mallarmé, de Manet a Cézanne) arranca un proceso de pérdida de inocencia que se radicaliza en el siglo XX y que lleva a cuestionar los mitos del racionalismo metafísico y del positivismo pero también los del romanticismo[38]: un descenso de las alturas del idealismo a la superficie contingente. Frente a los mitos de la razón, de la personalidad, de la transparencia intencional o deductivo-causal, emerge una conciencia crítica del lenguaje asociada a la atención a la alteridad, una multiporalidad en interacción (o una pluralidad de texturas entrelazadas, como dice Barthes) en la que la imagen tiene una incidencia nueva asociada a la caída de fundamentos tales como la sustancialidad y la totalidad.

En cambio, las últimas consideraciones del apartado anterior basculan hacia un punto de vista de ondas cortas o medias. Así como en los años treinta se consolidan las grandes transformaciones de la literatura y de la ciencia[39], mientras que, tras el reparto del mundo en Yalta, podríamos hablar, partiendo metonímicamente de la idea de guerra fría, de una relativa congelación del panorama[40], también cabría decir que entre 1964-1966 y finales de los setenta hay un repunte friccional, mientras que los años ochenta introducen un reflujo o, como dice Guattari, “un largo invierno”[41].

Ya Badiou, en su texto sobre Rancière, introduce un choque en la cultura de los sesenta entre “una posición scientiste” y “una posición que fetichiza la acción y las ideas inmediatas”. La primera posición remite a eso que se ha dado en llamar “estructuralismo” (según Baidou, un “neoscientisme centrado en el motivo de la formalización”), y la segunda podría simbolizarse con el episodio acontecido en la Universidad de Louvain-la-Neuve en 1972, cuando, en una conferencia de Lacan, un estudiante situacionista derramó una jarra de leche sobre la mesa del orador. Sin embargo, la respuesta de Lacan, tras oír el discurso acerca del engaño que representaba barnizar la situación de los estudiantes trayendo a un gurú presuntamente de vanguardia, muestra que la figura impugnada en nombre de “la humanidad sufriente” (son las palabras de Lacan) no dejaba de encarnar un impulso crítico respecto a “un tipo de enseñanza” que tiende a “hacernos de pantalla”, y más en general, respecto a una vida y una cultura que encajonan en los patrones de la normalidad. En efecto, Lacan ofreció una visión crítica respecto a la apelación del joven a la totalidad (de la asamblea y, como decíamos, de “la humanidad sufriente”) que ilustró delineando una forma esférica con la mano; forma que encarna aquello que se contestaba en el ataque a las grandes palabras del idealismo.

Aquí, agresor y agredido se inscriben en una exigencia que coincide, por ejemplo, con la de Duras cuando reclama una idea más integral de lo humano y un rigor que permita acoger la vida en toda su complejidad frente a las pantallas que velan el deseo y simplifican la conciencia. Y este horizonte, en las ondas largas, no deja de marcar el panorama, pues una vez perdida la inocencia no es posible reinstalarse en ella; empero, la querella de modernidad y postmodernidad –tan recursiva como desenfocada-, el envejecimiento de esa cresta de entusiasmo que había sido el estructuralismo –y que ahora muestra grietas que siempre lo han lastrado- y el triunfo de un modo de pensar periodístico que consiste en pensar lo menos posible y cuya prepotencia se muestra en la operación de “los nuevos filósofos”, explica que Deleuze y Guattari identifiquen los ochenta con un “desierto” que crece.

En el mismo sentido Barthes alerta en 1979 contra “el retorno de la estupidez” y “el peligro intelectual (…) vinculado a los mass media”. Y este es un caso particularmente significativo por cuanto Barthes parecía encarnar al mandarín a la moda, es decir, emisor de contraseñas estructuralistas y semiológicas. Sin embargo, después de acoger con “euforia” la posibilidad de una “ciencia de los efectos de lenguaje” (lo que le permitía añadir a la crítica de lo ideológico un suplemento de “responsabilidad gramatical”), en la década de los setenta Barthes efectúa un giro respecto de una semiología devenida “arrogante” y más proclive a una hiperformalización que a “la pasión del sentido”[42], frente a la cual se reorienta hacia una escritura “al descubierto”, atenta al cuerpo, a la mirada y al “eros” del lenguaje.

Así, en Droit dans les yeux (1977) Barthes alude a una fotografía de una casa masacrada, en lo alto de cuya escalera un joven mira al fotógrafo: los muertos, dice, “han delegado al superviviente la charge de mirarme y es en esa mirada donde les veo muertos”. Lo cual enlaza con la idea lacaniana de que “el ojo es espejo”. Sea en la formación de la mirada de que habla Barthes o en el proceso de identificaciones y discordancias que explica Lacan, hay un juego relacional y una potencialidad imaginaria y de simbolización que pasan a tomar el lugar de lo que se llamaba alma, con la particularidad de que ahora se problematiza el imperio del juicio sobre lo pulsional y se da carácter dúplice al “efecto de verdad” que llega “directo a los ojos”: es un “efecto de verdad” y de apertura, profundo (agujereado: percée) y activado en el plano de lo contingente. Hay una expansión de sentido en forma difusa que escapa al reino repetitivo de los signos y que Barthes denomina champ de signifiance -a partir de E. Benveniste.

Tal concepto ya había aparecido en un texto de 1975 a propósito de la Kreisleriana de Schumann, en el que Barthes presenta esta obra como dotada de sentido pero sin que signo alguno se cierre sobre un signifié. Y asimismo habla en Droit dans les yeux de una “afinidad entre la mirada y la música”: ambas cosas pertenecen al ámbito, no del signo, sino de la signifiance[43], ámbito de márgenes abiertos, desbordables.

Así ocurre con el color (y, en general, con la imagen, que “irradia en sentidos distintos” sin que se pueda siempre “dominar estos sentidos”): si en Goethe y Nietzsche el color se correspondía con “el goce de la superficie del mundo”, el último Barthes identifica lo cromático con una sensualidad no agresiva, entregada al placer del trazo; y tanto esto como la música –una red de acentos en que se unen lo pulsacional y lo estructurador- son puntos de acceso a una confluencia de la estética, la erótica (en cuanto que eros “circula sin fijarse”) y una ética ligera y autocuestionadora que opone a lo solidificado una danza “de significante en significante” (aunque sin absolutizar nada, ni el término “significante”).

La ambigüedad es consustancial a la imagen por la imposibilidad de determinar su contexto y porque en ella no hay más códigos que los que aparecen ahí donde roza con el lenguaje: en lo que ella tiene de connotativo. Pero esa es una visión en claroscuro, según lo muestra ya un texto de 1961[44] que empieza presentando como “estatuto particular” de la fotografía el de ofrecer un “mensaje sin código”, lo cual se equipara a la idea de que la realidad agota “el ser del mensaje”, para pasar a sugerir enseguida que esta es una idea “mítica” a menos que se atienda a los procesos de connotación, a través de los cuales se superponen al mensaje denotativo códigos de orden perceptivo, cognitivo…

En la última fase se acentúa esa decantación hacia lo polisémico. En Roland Barthes por Roland Barthes (1975) se opone la “doxa a la para-doxa” y la “ligereza” a la estereotipia (stéreos significa sólido). Y en L’image (1978) se contrapone aquella levedad al lenguaje que se quiere sistemático y que se compara a una “ventosa” (está “encolado”, collé, a una idea, lo cual puede hace que el lenguaje critico devenga “colle” –pegamento-). Frente a esta fijación, R. B. por R. B. apunta a un sueño de “exención de sentido” que sería lo contrario del modo en que la doxa tiende a anular lo significativo: no se trata de “reencontrar (…) un origen (…) anterior al sentido”, sino de atravesarlo y llegar a su límite como una iniciación de orden utópico que se opone a la “ciencia paranoica”. Y aún mejor que la utopía como reacción estratégica ante lo existente, es la atopía como atención exenta de móvil: “es a-topos el otro que amo (…). No lo puedo clasificar…” Así puede leerse en Fragmentos de un discurso amoroso, donde Barthes explicita el carácter “hors dictionnaire” de lo expresivo[45] e identifica lo singular –verbigracia el rostro amado- con lo atópico.

Este plano oblicuo debía hallar su culmen en la novela Vita nova, proyecto en el que Barthes reafirma la afinidad con Michelet en el punto en que éste oponía lo rítmico y visual a la posesión –“le vouloir vivre” a “le vouloir saisir”-, y en el que “ne rien saisir” equivale a abismarse en “el placer del texto”. Sin embargo, en las anotaciones de Barthes tras la muerte de la madre, esta escritura es una exigencia y una imposibilidad. En cambio, en esas fichas[46] desfilan pasos de una vía más elusiva, cuando Barthes alude a la revisión de las fotos de la madre –y encuentra la del invernadero- y critica una sociedad que niega la muerte; todo lo cual se desarrolla en La chambre claire, “le livre Photo-mam”, que responde a un encargo relativo a la fotografía pero que toma carácter de novela familiar (invertida, al no partir de una escena primordial ahuyentada sino de una presencia que se quiere persistente).

En este libro, el último publicado, la explosión o expansión en el “lado del goce” (coté de la jouissance) aparece como punctum, un detalle que ha creado un campo ciego ahí donde imagen y memoria establecen su lábil correlación, una disturbance que rompe lo que la mirada tiene de hábito y anima la imagen liberándola del peso de lo gregario. En relación con esto último se ha querido reducir la idea de punctum a una actitud antiteatral en el sentido en que Diderot criticaba lo mediatizado por la relación con un espectador[47]. Pero lo decisivo no es la pose sino la estructura intencional que le subyace y que –como todo lo moral en Barthes- tiene carácter histórico.

El problema es a la vez más amplio y más particular que el de un efecto teatral. Es una cuestión que se ventila en el terreno del significado como correlación “entre el hombre cultural y el hombre natural”. Según eso, cuando en La chambre claire se distingue el punctum del choc photographique, leemos que éste “consiste menos en traumatizar que en revelar lo que estaba tan oculto que era ignoto para el actor mismo”. Y en Photo-choc: las “fotografías agrupadas aquí para chocarnos no nos hacen ningún efecto”, porque en ellas pesa demasiado “el lenguaje intencional del horror”. Igualmente el punctum no es algo que pueda buscarse: tiene que ser tan “inevitable” como gracieux. Pero esto no significa conjurar todo efecto. El mismo Barthes alude al punctum como “un punto de efecto”, y en Diderot, Brecht, Eisenstein muestra que tanto Diderot como Brecht aspiraban a producir con sus tableaux un efecto sobre el público, por supuesto distinto.

El elemento particular de la cuestión es la disposición a lo efectista segregado por una cultura en la que todo es para algo, y lo opuesto a esto es la gratuidad del amor: ya en R. B. por R. B., Barthes relaciona su condición de amator con ese estadio en que él “se instala graciosamente (para nada) en el significante como materia (…) de la música, de la pintura…”-; y en otro sitio nos dice que “la enorme ventaja” de eso es que cuando se hace “un coloriage en tanto que amateur, uno no se preocupa de la imago”, lo que puede reconocerse como un valor “contraburgués”; pues es propio de esta civilización el “robo del objeto en beneficio del atributo”. Por el contrario, en las fotos que nos punzan el objeto es todo y el yo nada. Pero además este toucher es descategorizador, lo que nos devuelve a un marco en el que ha dejado de ser operativa la idealidad normativa y en el que asistimos a la rotura del speculum mundi y del hilo de la intentio.

Comparece así en La chambre claire una doble virtualidad de la imagen, la de obertura y la de embalsamamiento. Pero si en La image la idea de “despegarse” de las imágenes remitía a su lado de clotûre en consonancia con la coerción normalizadora de la realidad, ahora lo real es una presencia que da base a lo contrario: a un affolement. Barthes afirma que, ante las fotos que le han punzado, siempre ha ido “más allá de la irrealidad de la cosa representada” entrando “locamente en la imagen, rodeando con mis brazos lo que está muerto, lo que va a morir, como lo hizo Nietzsche cuando, el 3 de junio de 1889, se lanzó llorando al cuello de un caballo martirizado”. Y este es un elemento “intratable”, no reductible al plano domesticado de la doxa o del realismo; en todo caso sería asimilable a lo expresivo en sentido fuerte –en el sentido en que Adorno habla de “lo ciego” que irrumpe como expresión, Ausdruck: objetivación de lo no subjetivo mediado por una acción de un sujeto que hace patente la imposibilidad de objetivarlo.

El mismo Barthes dice que él tiende a bascular entre un lenguaje crítico y otro “expresivo”, y aquí domina esto último incluso cuando hace amago de presentar el noema de la fotografía (ça a eté): “se dice que han sido los pintores quienes han inventado la fotografía (transmitiéndole el encuadramiento, la perspectiva albertiana y la óptica de la camera oscura). Yo digo no: han sido los químicos. Pues el noema ‘esto ha sido’ sólo es posible desde el día en que una circunstancia científica (el descubrimiento de la sensibilidad a la luz de los cristales de halogenuro de plata) ha permitido captar e imprimir los rayos luminosos emitidos por un cuerpo…”

Como dice Rancière, aparece aquí una suerte de archi-ressemblance con carácter de huella más que de réplica, como si el desmitificador de ayer quisiera “expiar el pecado” de haber disipado “los prestigios del mundo visible”; aunque, añade Rancière, no “es probable que el autor de Mythologies haya creído en la fantasmagoría paracientífica según la cual la foto es una emanación directa del cuerpo expuesto”[48]. Efectivamente, Barthes habla de la adherencia de la foto a su referente (a partir de unos peces citados por Michelet que navegan como en un perpetuo coito), y da un paso más: afirmando “lo real en estado de pasado”, la fotografía evoca la muerte a la vez que inmortaliza lo que ha existido. Atribuye, pues, a la foto valor de índice: “De un cuerpo real que estaba allí, han partido unas radiaciones que me llegan a tocar, a mí…” Problemáticas aserciones que parecen oponerse a lo que el mismo dice en una entrevista referida a La chambre claire: “la foto no puede ser una pura y simple trascripción del objeto que se da como natural”, porque éste es un referente elegido por el fotógrafo, así como “el sistema óptico del aparato es también un sistema elegido entre otros (…) heredados de la perspectiva del Renacimiento”.

Barthes ataca aquí la ilusión de correspondencia entre el referente y la notación, como si ésta transparentara “lo que son las cosas mismas”. Y asimismo este “efecto de naturaleza” es en R. B. por R. B. un “demonio” a conjurar[49]. En cambio, en La chambre claire leemos: “se diría que la fotografía lleva siempre su referente con ella”: está pegada al referente; y aquí collé no tiene un valor negativo, como tampoco lo tiene lo transparente cuando se reitera que la fotografía está unida al objeto del que es “envoltorio transparente y ligero”, razón por la que no admite una dicción altisonante. Lo cual ya revela que esta es una transparencia opuesta a la que se asocia a la compacidad de la intentio y de la remisión causal; justamente frente a lo estereotipado, aparece como un “bien vital” del orden de lo “ligero”.

“Siguiendo un orden paradójico” que incita a invertir el recorrido tan pronto la paradoja se consolida en cliché, Barthes presenta la foto de la madre en el jardín como un hallazgo que concita un “efecto de verdad” y “un efecto de locura”. Ni el referente ni el campo ciego que abre su expresión eliminan la pesadumbre (chagrin, término que Barthes prefiere a “duelo”), pero a partir de ese juego de presencia y ausencia se devuelve la com-passio a la vida del sentido. Y en esta perspectiva se sitúa la “alquimia” del “lazo umbilical” entre la mirada y las radiaciones emanadas del cuerpo fijado en la imagen. Un personaje ficcional como el de R. B. por R. B. resucita a la madre a partir de su cuerpo y del suyo[50], y cuando esto le permite desarrollar ideas relativas a la “naturaleza” de la fotografía, aligera esa pretensión poniendo comillas u ofreciendo paradojas que oscilan hacia lo contingente o lo reificado, así como la transparencia que se apone a esto es a la vez lúcida y oscura.

Tal perspectiva es la del amator-amateur: por eso Barthes dice que ante las fotos amadas se quiere “salvaje”. O que se sitúa en la posición del spectator. Ante todo hay el reconocimiento de algo que por su intensidad es incomunicable e “indescomponible”. Como una animula que emana del cuerpo. “Ese algo es el aire”, dice Barthes: el “aire” de alguien “que no se da importancia”[51].

Si la écriture de Vita Nova debía ofrecer lineamientos citacionales y “sin guía” que se opusieran a la écrivance legitimadora, mostrando fisuras y desdoblamientos de rechazo y de afinidad, La Chambre Claire transmuta la experiencia de la pérdida a partir de unas fotos (y sobre todo de una que no se muestra) que son como citas que arrastran no se sabe a dónde, lejos y cerca, a un punto de interacción de las imágenes y las palabras. Y las fichas muestran que la muerte de la madre es como un segundo nacimiento: hay una necessité de discontinuer ce qui marchait avant sur sa lancée. Y ello supone transformar la pesadumbre en escritura, pero sin mantenerse en la inercia de lo que le ha conferido, a él, reconocimiento. Ahora se apunta a otro reconocimiento en un estado de conciencia que se encara a lo irreparable y que obliga a plantear una pregunta fundamental: “¿cómo amar?”.

Desde este punto de vista la madre representa una ley alternativa a la del Padre, por cuanto en ella se conjugan el desprendimiento y la apertura al deseo –análogamente a cómo el espacio de naturaleza y “no violencia” que así se configura no tiene nada que ver con el “circo de las ideologías”, pues está en las antípodas de todo “proselitismo”-. Aquí la vertiente crítica despunta bajo un pliegue íntimo. “¿Qué me importa durar” en la “historia mentirosa” con todos mis metalenguajes, se pregunta Barthes, si la madre -lo más opuesto a un metalenguaje- no ha de persistir? Un “reconocimiento de mam”, añade, sería hacer de “la expresión” salvada por la foto “una medida” susceptible de “guiar”. Barthes constata que le basta mirar la foto del invernadero para entrar “en conflicto con todos los combates (…) sin nobleza”. O con todas las “mundanidades” –si bien, al hilo de éstas, halla un nuevo ejemplo que reafirma su idea de una afinidad entre el modo de hacer femenino y la “iniciación” a una ley de la madre sin madre: ella estaba donde había que estar sin pretender dar una imagen.

  1. He aquí, empero, una alteridad difícilmente transmisible si no es a través de imágenes. Así, Musil, en la segunda parte de Der Mann ohne Eigenschaften, cuando “la dirección espiritual” ha pasado a Agathe, dice que ese limes fluctuante –“un sueño de ojos abiertos”– es “un mundo no ordenado según relaciones de identidad sino de metáfora y alegoría”[52]. Asimismo, Blanchot el gran introductor de la novela en Francia, presenta el dehors de lo femenino como la “otra noche de la noche”, noche que no es sólo oscuridad sino “locura de la luz”, espera “de otra cosa”, apertura a relaciones no codificadas, secretas, indecibles[53]. Relaciones de un “tercer género”, dice en La comunidad inconfesable.

En este libro, Blanchot, al comentar La maladie de la mort de Duras, alude a algo “infinitamente real”, “sin garantía” y sin que nada real pueda limitarlo; algo que tiene la fuerza de un rostro que mira, de un cuerpo que se ofrece, y que remite a un “principio de insuficiencia” por el que necesitamos reconocernos en otros, pensar con otros; pero, por otra parte, esa outrance de vie que desafía tanto la autonomía de la conciencia como las tautologías de la normalidad, bascula entre la figura abismal del “origen del mundo” (las piernas abiertas de La maladie de la mort y de Madame Edwarda, el cuadro de Courbet que Lacan tenía en La prêvote) y una visibilidad que llama o interpela como una “evidencia invisible”.

Esta oscilación entre presencia y ausencia es la de la experiencia literaria, la de la escritura como estado: una experiencia de la que Musil fue “muy consciente”, dice Blanchot en el artículo de 1958 que integra en Le livre à venir. Una experiencia de extrañamiento, de denegación de asideros, de confrontación con la “soledad de la obra” como proceso en el que a cada acto realizador acompaña la sombra de la desrealización (desoeuvrement).

Tanto en L’espace littéraire, libro de 1955 que se abre con “La soledad esencial” y se cierra con “Las dos versiones de lo imaginario”, como en Le livre a vènir (1959), Blanchot tantea ese ámbito pasional, explica que la soledad no sólo coadyuva a la fascinación, antes bien resulta de ella, y constata que la escritura tiene que ver con el contacto a distancia constitutivo de la imagen, pero también que esa afinidad va más allá de que el lenguaje contenga imágenes[54]. Según eso, una nota de “La soledad esencial” sugiere que en ese espacio la palabra deviene tout entier image: es “su propia imagen, imagen de lenguaje” y, a la vez, “lenguaje imaginario” en el sentido de que “se habla a partir de su ausencia”. Asimismo, en “Las dos versiones de lo imaginario”, la significación que así se irradia no es la del plano de “la existencia del mundo” y la “claridad del día”; es una obertura neutra que puede llevar a la palabra más allá de lo aparente pero que remite de nuevo a la imagen en lo que tiene de “inicial”, de materia que irrumpe y fascina; todo lo cual se despliega como un “medio indeterminado” de palabras en las que las cosas vuelven haciéndose imagen[55].

Frente al modo tradicional de aprehensión que anula lo concreto, en este espacio ficcional lo fáctico deviene imaginario y a la vez esto halla en aquello su límite. Son los polos de lo duro y lo vacío. Dureza de lo real, que nos toca merced a un intervalo entre el cuerpo del mundo y el nuestro. Vacío de la imagen y la palabra, en las que nada prescribe que la cosa se muestre así ni que haya un lazo entre tal apariencia y una base constitutiva de identidad. La imagen trasciende su soporte, se hace errática, y en ese plano interactúa con la palabra sin un fundamento sustancial. No obstante, ese orden de formas incorpora un fondo por el que la imagen es de nuevo materia; sólo que esta naturaleza no es de iure: es hueso y piel a la vez. La división forma-fondo vacila en paralelo a cómo lo hace la del adentro y el afuera. Lo que habita en nosotros interactúa con lo que afluye y pone en juego todos nuestros sentidos; las palabras se hacen cosa mostrando cómo las cosas se alejan y vuelven con la materialidad de la imagen; y en esa fluctuación se nos da lo fáctico y se hace posible la retirada a la conciencia, sin que ni una cosa ni otra pueda separarse de fuerzas de irrupción y respuesta inconscientes[56].

Para Blanchot las palabras “sólo son nuestras por esa extrañeza que hemos llegado a ser para con nosotros mismos”; extrañeza que es también constitutiva de ellas mismas, de las palabras en su operatividad. Y cuando se percibe ese écart necesario, “la palabra actúa no como una forma ideal sino como una potencia oscura…” Por estar en lugar de lo que nombra, en ella habla la muerte; pero en este abstraer la literatura busca el “antes”, búsqueda en la que lleva de nuevo a lo sensible, y esto por su materialidad. “Porque afortunadamente la palabra es cosa”, pero también limite, y da sentido a las cosas y sus límites por retraerse de ellas como una cosa distinta y un límite dilatado sin cesar.

Ese espacio liminar es germen de paradojas. El lenguaje deviene “plenitud vacía”, lazo en la ausencia e in-mediación que actúa a distancia. La palabra nos incardina en un movimiento separador que alcanza su cometido por una entente efectiva. Por ello, en L’entretien infini -1969-, Blanchot dice que la palabra nos aparta de la visión concebida tradicionalmente como “garantía de la luz”, pero enseguida matiza eso dando la vuelta a esa visión: la imagen “vela” y “revela volviendo a velar”; aparece desprendiéndose de sí y desprendiéndonos de nosotros[57]; nos pone en contacto con una exterioridad a toda morada que es una intimidad en el vacío, o sea, una “intimidad exterior”, tan ajena a una unidad con el todo como a una identidad resentida a través del intervalo. Asimismo, la imagen es a la vez monádica y dispersiva. Y conectiva. Su tendencia a la deriva se corresponde con la errancia extramuros de las erinias; pero hay continuidad entre esa emisión que es voz o grito y lo estructurante del ritmo, como ha enseñado Nietzsche. Y de ello resulta la profundidad sensible de la obra.

Tales paradojas muestran la tensión de un pensamiento que se interroga y que, por tanto, es hostil a los sustratos veritativos o a la mímesis como reapropiación de lo que se desvanece. Posteriormente, F. Neyrat ha explicado que el hombre habita en un ámbito de desemejanzas cuya fuerza se desarrolla en un sentido inverso al de la seguridad óntica. Y Didi-Huberman ha mostrado que en la relación de modelo y copia no aparecen sino fantasmas tanto más cercanos al cadáver cuanto mayor parecido encierran[58].

En esa línea, Blanchot se acerca a la representación de lo cadavérico para mostrar un ámbito –el imaginario- en que no sirve el discurso que explica y defina, igual que ocurre con lo expresivo en Wittgenstein. O con la foto de la madre niña en Barthes. Y con un movimiento como el que lleva al cadáver en “Las dos versiones de lo imaginario”, en “La soledad esencial” relaciona la in-mediación con la figura de la madre, figura en la que los “poderes de encantamiento” vienen dados porque se condensa en ella un mundo naciente que vive, todo él, bajo la mirada de la fascinación. La inmediatez no existe sino en una fascinación que por existir la niega. Y otro tanto ocurre cuando la escritura pone en juego cuerpo y forma removiendo lo informe. Habitamos en campos en que el lenguaje nos constituye (o destituye) hasta que la muerte nos desaloja de todos ellos: el cadáver no se ubica ya en un lugar, aunque se apoye en él “como si fuese la única base que le queda”; pero “justamente esta base falta”, dice Blanchot. “La presencia cadavérica establece una relación entre aquí y ninguna parte”. Exactamente cómo ocurre con esos “objetos anticuados, fragmentados e inutilizables que amó André Breton”: objetos que permanecen porque han perdido su lugar. El espacio que ocupan se abisma con ellos, y desde ahí nos llaman siendo a la vez figura y despojo. Análogamente vivimos los évenements en el milieu imaginario: no desinteresados, sino retenidos en una distancia indisponible de la que emanan nexos imprevisibles.

Ese retorno al mundo por el intervalo de la interpretación no dice nuestra ley y la del mundo según decretaba la mímesis clásica, sino otra verdad asociada a un temblor que es, como en Bataille, “una apoteosis de lo perecedero”. Que el de la imagen sea un “cerco endeble” hace que su separación de lo ordinario no sea absoluta; y eso coincide con lo que dice Musil acerca del cine y de “la vida de las cosas en el aislamiento óptico”. Es la otra cara de la tonalidad afectiva que impregna la participación en ceremonias de danza o de trance: a diferencia de la mística, el arte nunca pierde el contacto con lo cotidiano. Y sin embargo, junto a este elemento, refulge el que abre brechas hacia la Überwirklichkeit, el que rompe el estado normal de inserción en el mundo. Pero Musil no sólo muestra eso narrando el viaje de los hermanos “a los confines de lo posible”; el umbral aparece ya en el hecho de que reserve el término “experiencia” a lo “motivado”, a lo que va “de significado en significado” y, por tanto, no se abandona a la inercia.

Paralelamente, Bataille llama “experiencia” a un viaje a ese extremo de lo humano donde no rigen “las autoridades y valores existentes que limitan lo posible”; mientras que Blanchot, por la misma exigencia, indaga el espacio marcado por la doble necesidad de franquear el límite y de reconocerlo como condición para perseverar en “el camino peligroso”. Lo que implica encararse al “abismo del que la imagen extrae su fuerza”. Igualmente lo dice Agamben[59]: “toda imagen reposa sobre un abismo”, en tanto que aparece y, por tanto, se ofrece al conocimiento, pero por ello mismo es irreductible a la fijación del conocimiento –o a un concepto de lo que en ella aparece-. Su nexo con la escritura, decíamos, es esa confrontación con el vacío en un desaparecer que es un hacerse otro.

Pero también en las palabras, por estar en lugar de lo que nombran, habla lo ignoto: ellas “sólo son nuestras por esa extrañeza que hemos llegado a ser para con nosotros”. Este punto de tensión es una incorporación de la muerte y, a la vez, “una chance contra la muerte”. A su vez, la imagen hace presente el límite como correlación de oscuridad abismal y superficie sensible o transparencia proyectiva, en una reversión entre ambas cosas: lo que se desgarra es el velo y, así, en lo que nos toca (image) se abre la lejanía del punto de fuga o punto ciego (hors-image)[60].

Una falla a la que en el cine, además, se añade la que se abre entre lo elemental y lo técnico. El ojo de la cámara no sólo revela la opacidad del fuera de campo, sino también el intersticio entre las disposiciones intencionales y los efectos en el filo de lo maquinal-inconsciente y lo maquinal-artificial.

Que la imagen aparezca “sobre la ausencia de la cosa”, según decíamos, ha suscitado la aprensión respecto a su virtud alucinatoria[61]. Pero no sólo es que cuando está ella, no esté la cosa; es que ella no restituye nada fuera de ella misma y de su irradiación; ella irrumpe y captura sin dejarse capturar. Y es este intervalo, ese hiato, lo que se ha puesto en valor en el siglo de la crisis, por ejemplo cuando Carl Einstein reconoce en Braque o Picasso un intervalle hallucinatoire que pone entre paréntesis las “convenciones de la realidad” y destruye los “mecanismos del hábito”. Es en esta perspectiva donde cobra fuerza la idea deleuziana de que “toda percepción es alucinatoria”. Y pese a sus críticas a Freud –matizadas después por Guattari-, esta inversión de la mirada es indisociable de la correlación establecida en Más allá del principio del placer entre la plasticidad de lo inconsciente y la repetición tanática.

No puede extrañar, pues, la fortuna -o el infortunio- de Freud en el cine, epítome de lo cual sería la escena inicial de La mujer del cuadro con su nombre en la pizarra, así como la puesta en paralelo del psicoanálisis y el ocultismo en la serie de Mabuse[62] del mismo Fritz Lang. Y a Fritz Lang se remite Rancière cuando presenta dos dispositivos de visibilidad en los que se pasa del tiempo de “los fines conseguidos u obstaculizados” a un “tiempo vacío”, en un caso el de la flânerie, en otro el de dos estereotipias. Este segundo caso remite al film Cuando Nueva York duerme, en el que convergen los nuevos aspectos del automaton cuando al viejo sentido de azar ajeno al nomos se le superpone lo mecánico y lo compulsivo. En un lado, tenemos al psicópata que, confrontado al “saber” de “lo que él es” transmitido por la televisión, se ve conducido a “hacer de manera programada lo que hacía por compulsión automática” -y de hecho ya entonces es capturado: por la imagen (un retrato robot) y la palabra (una descripción que le sustrae la capacidad “de existir de otro modo que como es sabido”)-; al otro lado, un rostro televisivo y su repertorio de gestos esquemáticos, unívocos, normalizadores -esto es: canceladores de la mímesis en un sentido inverso al de la condena platónica: no es por un no saber del intérprete si se acaba el juego, es por una imagen que sabe y dicta lo que debe saberse, sin margen para variaciones.

Con esa “imagen maquínica de masa” Rancière tiende a alinearse con lo que dice Guattari en los años ochenta acerca de la mass mediatitation del poder y el poder de los media; lo que nos vuelve a situar en unas ondas medias. Sin embargo, lo que aquí se trasluce remite a esa frontera temporal dilatada que, pese a todo, Rancière evoca al introducir el régimen estético. Es en el siglo XVIII en Francia y sobretodo en Inglaterra cuando hace su aparición lo que un siglo y medio después se convertirá en una epidemia a la que debe responder una u otra forma de entretenimiento: el semper idem del tedio (o ennui, o spleen o…). A esto remite también la Wiederholungszwang de Freud. Pero hay dos modos de enfrentar esa atonía. Una es la que Barthes critica en La chambre claire: hacer invisible la muerte, interponer pantallas ensordecedoras ante su imparable tic-tac. Otro, el que presenta Freud cuando identifica saber vivir con saber confrontarse a las derivas de lo caduco y lo tipificado.

Como dice él mismo, sólo sabiendo cuáles son “las fuerzas de qué disponemos podemos aprender a usarlas adecuadamente”. Este saber[63] es la contrafaz del descenso al espacio raso o limítrofe con el no saber: el significado que puede revestir la grieta mostrándola. Así en Bataille. O en el Benjamin atento a lo alegórico. O en Blanchot cuando valora “la forma impersonal” que Ulrich asume de acuerdo con la serialidad de la “vida moderna”. Es por encarar ese vacío, por acoger lo estadístico, por lo que el hombre disponible y suspensivo transita hacia posibilidades de representación más allá del campo balizado. He aquí el juego de inversión de Der Mann ohne Eigenschaften de Musil. Que, no por azar, fue uno de los fundadores de la Sociedad Austriaca de Amigos del Cine.

 

 

 

 

[1] Una primera versión de este texto ha aparecido en el volumen Fuera del cuadro. Cine, palabra e imagen en las artes modernas, editado por Annalisa Mirizio en PPU (2014); tanto en aquella versión como en ésta se anticipan elementos que se desarrollarán más ampliamente en el libro Constelación de pasaje (Imagen, experiencia, locura).

[2] Cf. M. Blanchot en L’entretien infini (Gallimard, 1969, París, 1974): “De una manera general, casi todas las filosofías occidentales son filosofías de la Mismidad (philosophies du Même), y cuando se preocupan de lo Otro, aun eso viene a ser como otro sí mismo (…) que busca ser reconocido como Yo”. A continuación Blanchot se remite a Levinas y a su idea de L’Étranger (que) vient d’ailleurs, idea que asume con un matiz más secularizado.

[3] Agamben, Infancia e historia.Destrucción de la experiencia y origen de la historia, Hidalgo, Buenos Aires, 2001. LÖWY, M. – SAYRE, R. : Revolte et melancolie. Le romantisme à contre-courant de la modernité, Payot, París, 1992.

[4] Sobre esto, véase G. Didi-Huberman, Atlas, MNCARS, Madrid, 2010, pp. 104-107.

[5] Sobre esto último: AA.DD, La subversion des images. Surréalisme, photographie, film, ed. du C. Pompidou, París, 2009. El libro de Beguin está publicado en FCE, México, 1954.

[6] Villiers, tras recibir Le Démon de l’Analogie de Mallarmé, le escribió que ese libro “es para el burgués algo que me parece aún más terrible que vuestros versos”. “Paso de imágenes” es una expresión de Benjamin referida al surrealismo.

[7] Nos referimos particularmente al Glossaire de Leiris en La Révolution surréaliste y al Dictionnaire de Bataille en Documents. Respecto a eso puede verse De Sermet, J. : Michel Leiris, poète surréaliste, P.U.F., París, 199¸ y G. Didi-Huberman: La ressemblance informe, ou le gai savoir visuel selon Georges Bataille, París, Macula, 1995. Sobre el “no saber” en Bataille véase el vol. V de las Oeuvres Complètes editadas por Gallimard.

[8] Ed. Mercure de France,París, 1966; existe traducción española con el título Huellas, en FCE, México, 1988.

[9]Sobre la omnipresencia de Bergson en Deleuze puede verse P. Montebello “Figure et image dans l’esthétique de Deleuze” en Puissances de l’image, Ed. Universitaires de Dijon, 2007. Respecto al conjunto de referencias o apoyos de los libros L’image-mouvement y L’image-temps (Minuit, París, 1983 y 1985, respectivamente), cf. J. M. Pamart, Déleuze et le cinéma. L’armature philosophique des livres sur le cinéma, Kimé, París, 2012. También son ilustrativas las entrevistas sobre cine en Conversaciones 1972-1990 (Pre-textos, Valencia, 1995), espec. el cap. 5, donde Deleuze aplica la idea de “modulación” y explicita el valor que concede a Materia y memoria de Bergson, libro en el que dice percibir una vertiente materialista que se plantea desarrollar.

[10] Escrito que Agamben ha comentado (en La potencia del pensamiento, Anagrama, Barcelona, 2008), repensando la relación aristotélica de potencia y acto a partir de la idea de que aquella no se agota en éste, antes bien la potencia subsiste y se relanza en un “poder ser” que incluye un “no pasar al acto”, al igual que todo proceso de subjetivación contiene una “matriz de desubjetivación.La inmanencia: una vida” y “Las zonas de inmanencia” (a partir de varios trabajos de Gandillac) aparecen en Dos regímenes de locos. Textos y entrevistas (1975-1995), Pre-Textos, Valencia, 2007

[11] Francis Bacon. Lógica de la sensación, Arena, Madrid, 2005.

[12] El Pseudo Dionisio admite la imagen desemejante como modo de evitar la falsedad de querer acercarse a la oscuridad divina; y, de hecho, esta legitimación de la desemejanza se apunta ya en Platón cuando sugiere la impropiedad de querer una reproducción exacta de Crátilo con el argumento de que entonces no habría una imagen y un Crátilo sino dos Crátilos. Este argumento tiene dos caras: una llevará a la proscripción de la imagen en tanto que ídolo (eidolon). La otra oscilará entre el panteísmo, la teología negativa y la teología poética de un modo que puede hallar una reversión en forma de inmanencia (Deleuze) o de “ateología” (Bataille). Respecto a la afinidad entre pensamiento y visualidad de Ficino a Bruno, puede verse E. Gombrich, Imágenes simbólicas, Madrid, Alianza, 1983 (“Las   mitologías de   Botticelli: Estudio sobre el simbolismo neoplatónico de su círculo”, “Icones Symbolicae: las filosofías del simbolismo y su relación con el arte”); Klein, R.: La forma y lo inteligible, Madrid, Taurus, 1980 (Parte I, “Pensamiento y símbolo en el Renacimiento”); y J. Casals, L’entusiasme i l’acció. Giordano Bruno i la crisi del Renaixement, Barcelona, Edicions 62, 1988 (Llibre primer, II y p. 73 de III; Llibre Segon, II y III).

[13] Y ello, a pesar de que Deleuze critique la entrega a lo fantasmático de Bataille, o de que éste se aleje del surrealismo, o de que Leiris no comparta el proyecto de Acéphal -aunque sí la idea de “materialismo de lo bajo”-… De lo que se habla es de una comunidad de rechazos o replanteamientos, y aquí cabría incluir lo que escribe Adorno acerca de la expresión y la crisis de la armonía, pese a su lejanía respecto de todo inmediatismo. Para el elogio surrealista de la imaginación puede verse Le paysan de París (Gallimard, París, 1953), libro de Aragon que fue decisivo para el Passagenwerk de W. Benjamin.

[14] Expresiones tomadas del mismo Nietzsche (“viento de deshielo”) y de Adorno (Terminología filosófica I, Taurus, Madrid, 1976). Respecto a esto, conviene recordar el papel jugado por Deleuze en el segundo momento de recepción de Nietzsche (el primero fue el cambio de siglo); y también habría que ver en qué medida están aquí presentes los patrones vitalistas-bergsonianos,como parece indicarlo la insistencia en lo dionisiaco como “sobreabundancia del ser único” o “lo uno en lo múltiple” (Nietzsche y la filosofía, Anagrama, 1986, pp. 21 y 68). También hay que decir, empero, que junto con este flujo asociable a la inmanencia y al campo de imágenes en movimiento, en L’image-temps –como ha remarcado Rancière en La fable cinématographique,Seuil, París, 3001, p. 152- aparece un pensamiento del tiempo conexo a unas “operaciones del arte cinematográfico” que puede verse como un elemento formalizador y, por tanto, como un contrapeso a la materia caótica del campo de inmanencia.

[15] Cf. el curso de Poética en le Collége de France de Y. Bonnefoy recogido en Lugares y destinos de la imagen, El cuenco de Plata, Buenos Aires, 2007, donde se deja claro que en Mallarmé “todas las significaciones se revelan sin asidero en la cosa”. También la monumental biografía de J. L. Steinmetz (Stéphane Mallarmé, Fayard, París, 1998), donde se ve que Mallarmé buscó en la analogía un medio de enlace entre sus campos de interés (matemática, física, filosofía…) .

[16] Ésta es, en Verdad y mentira en sentido extramoral, un “instinto central” que “impulsa a la formación de metáforas”. En este texto de 1872 asistimos a una secuencia de procesos y transposiciones que beben de la “riqueza” de la vida inconsciente e irrumpen en términos de sensibilidad, habiendo ya aquí interpretación y dándose luego una reverberación en imágenes analógicas y sonidos articulados.

[17] Recuérdese La gaya ciencia (1882): “el mundo ha devenido aún una vez para nosotros infinito: en cuanto que no podemos sustraernos a la posibilidad de que encierre en sí infinitas interpretaciones”. C. Sini, en Pasar el signo (Madrid, 1989) ha sugerido un paralelismo entre las derivaciones brunianas de la revolución copernicana (refraccciones entre mundos infinitos) y la idea de “semiosis infinita” de La gaya ciencia. También cabe recordar lo que en el libro apócrifo Mi hermana y yo el pseudo-Nietzsche pone en boca de éste: “¡Cuan diferente hubiera sido mi vida si lo concerniente a a Giordano Bruno hubiera sido claro para mí unos años antes!”.

[18] Como señala Rancière en Le destin des images (La fabrique, París, 2003, p. 10), eso significaría que la noción de imagen “pierde su contenido”. Sobre Nietzsche y las imágenes, véase M. Dixsaut: “Platon, Nietzsche et les images” en Puissances de l’image (cit.) y S. Kofman, Nietzsche et la métaphore, París, Galilée, 1983.

[19] Cf. Ernst Behler, “Nietzsche et la philosophie du langage du romantisme d’Iéna”, Philosophie nº 27, Minuit, París, 1990.

[20] Idea que representa una traslación de la plasticidad a la serialidad, pero en cuyas manifestaciones se revela cierto “carácter demoníaco”, por lo que el psicoanálisis aparece ahí más cerca que nunca de ese modo (estético, analógico) de pensar por el que Levi Strauss o Panofsky lo han comparado con el papel que jugó en otras épocas la magia.

[21] En este punto la referencia es Nietzsche en su relación con Burkhardt (L’image survivant, Minuit, París, 2002, pp. 110-11, 136-141) y Warburg en su relación con Nietzsche y Burkhardt (según indica el subtítulo de la obra citada: L’image survivant. Histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg). También aquí, pero más específicamente en Atlas (cit.) o en Devant le temps, se despliega otra relación o afinidad fundamental: la de Warburg con W. Benjamin.

[22] J. Rancière, El inconsciente estético, Buenos Aires, Ed. del Estante, 2005.

[23] J. Rancière, Le destin des images, op. cit., p. 21.

[24] J. Rancière, Las distancias del cine, Eliago, Pontevedra, 2012, p. 11.

[25] Cf. A. Badiou, Cinema, Nova, 2010, pp. 336-338, 362-373, 377-378, 383-385.

 

[26] Elementos para una nueva estética. Observaciones sobre una dramaturgia del cine aparece en Ensayos, Visor, Madrid, 1992; y también en la edición en cast. del libro de Balázs que Musil comenta, El hombre visible, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2010.

[27] En “Rancière. Savoir et pouvoir après la tempête” (L’aventure de la philosophie française depuis les années 1960, La Fabrique, París, 2012); texto en el que Badiou también insinúa cierta fijación de Rancière en algunos filtros de visión aristotélicos, mientras que él juguetea con una aproximación a aspectos de Platón. Aquella adherencia o preferencia resulta especialmente perceptible en La Fable cinématographique.

[28] Término que el utiliza en Malaise dans l’esthétique (Galilée, París, 2004)¸donde, por otro lado, remite las variaciones en la “repartición (repartage) de lo sensible” a procesos políticos de dominación o liberación, a nombres de autores y a realizaciones artísticas que puntúan un decurso histórico…

[29] Une fable cinematographique, p. 9. La vinculación de esta idea con el “régimen estético” se hace patente en Malaise dans l’estétique cuando, por ejemplo, en la p. 20 se presenta la “nueva escritura de micro-eventos sensibles” o en la p. 136 se empareja “la promesa de emancipación” a “una heterogeneidad sensible de la forma estética”, y se añade: “esta heterogeneidad significa la revocación del poder de la forma intelectual sobre la materia sensible”.

[30] Guattari (siempre, por otra parte, más receptivo a los puntos de vista relacionados con el lenguaje y con la complejidad que Déleuze) identifica así la izquierda “oficial” a la que nos referimos: es la que está sometida a “hipotecas jacobinas, socialdemócratas y estalinistas”. En el caso de la socialdemocracia las continuidades con el liberalismo jacobino son evidentes, pero hay un margen para la diversidad. En el estalinismo, el “realismo socialista” marca brutalmente la persistencia del sustancialismo que Barthes, por ejemplo, ve como principal rasgo de la mentalidad burguesa.

[31] Malaise dans l’esthétique, op. cit., p.

[32] Visión crítica de lo implícito en la etiqueta “postmodernidad” que Rancière comparte, desde ángulos distintos, con Badiou, Deleuze, Guattari, Lacoue-Labarthe, Didi-Huberman…

[33] Carta de Adorno a Benjamin de 18-3-1936: “No conozco mejor programa materialista que la frase de Mallarmé en la que define los poemas como no inspirados sino definidos a partir de palabras”. Es muy significativo que el contexto de esta frase sea una reflexión respecto a La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, al apreciarse ahí cierto escoramiento, tal vez como contrapeso de una posición estética contraria a las tesis oficiales de la Internacional Comunista. Adorno ve en Mallarmé “un explosivo” en lo íntimo de la autonomía del arte. En ésta, explica, hay “una parte mítica”, pero puede haber un paso “de la tabuización y fetichización al estado de la libertad” en la medida en que –frente a las jerarquías temáticas y las verdades eternas- se atiende al constreñimiento del lenguaje. Así toma presencia lo rigurosamente “fabricable” o “hacedero”; algo, añade, que es “evidente para mí de forma cotidiana en la propia experiencia musical” y que converge con lo que Benjamin, según recuerda, “dijo en una ocasión respecto de Mallarmé”.

[34] Cf. J. Casals, “Wittgenstein y el arte”, en Cultura y civilización Valencia, Pre-Textos, 2008 –donde se comenta la “tendencia austriaca de modelización” de Bolzmann a Freud y de Wittgenstein a Von Förster. También Arnaud, J.-P.: Freud, Wittgenstein et la musique, Presses Universitaires de France, París, 1990, p. 290; y los textos de P. Krieg y K. H. Müller en El ojo del observador. Contribuciones al constructivismo. Homenaje a Heinz von Förster, Gedisa, Barcelona, 1994.

[35] En La fable cinematographique, op. cit., p. 19.

[36] No es que se ponga el acento en lo estructural-civilizatorio como en la teoría de F. Braudel, ni tampoco se focaliza la cuestión en el desarrollo del capitalismo como en la concepción de las ondas largas de E. Mandel; pero sí se coincide con Braudel en postular una amplitud de mirada frente al predominio de lo actual-coyuntural (así como se coincide con Mandel en no separar los avatares de la cultura de la “lucha de clases”, sin entender esta noción en un sentido determinista ni en términos de entidades homogéneas).

[37] Se amplia, por tanto, la noción “crisis del siglo XX” que circula desde Vicens Vives y que abarca desde el fin-de-siècle hasta la primera guerra mundial; conforme a lo cual no se asume el tópico de encuadrar el siglo XX entre 1914 y 1989, por cuanto eso significaría dejar fuera de la remoción que lo atraviesa el momento de salto de 1905-1910. Salto en el sentido de una inflexión que casi toma forma de estallido (de la primera teoría de la relatividad al cubismo, de la atonalidad a Loos, de los fauves a los expresionistas…). Otros momentos decisivos son los años 20-30 (cuando las actividades del surrealismo y la Bauhaus o el Instituto de Frankfurt, por ejemplo, se ven puntuadas por las batallas de una creciente polarización política), y los años 60-70, cuando no sólo en París sino también en Praga se hace patente algo que muchos vieron ya antes: el estalinismo es un cadáver insepulto; 1989 no será sino la fecha de su entierro.

[38] Las limitaciones de la visión de Rancière proceden, en gran medida, de no atender a todas las implicaciones y al profundo alcance de estas transformaciones. Cuando, por ejemplo, en Le destin des images, a propósito de Mallarmé insiste en la idea de “formas esenciales” que responden al afán de “constituir una morada donde el hombre esté en su casa”, Rancière desatiende aspectos que en Mallarmé hacen patente la muerte de Dios, la crisis del sujeto clásico y la apertura a mundos no reductibles al orden de un estar en casa. Igualmente, cuando aquí o en La fable… se refiere a la idea romántica del “todo habla” (Novalis), no tiene en cuenta que el cambio en la actitud hacia el lenguaje implícito en esta idea –un universo de signos- posteriormente llevará a problematizar el isomorfismo entre logos y cosmos. En cambio, insiste en la sustitución de la imagen especular por el despliegue de signos inscritos en las cosas, viendo en esto una poética de la pura presencia que tendría en Godard su último adalid. Es ilustrativo -de sus (pre)juicios- que Rancière reduzca la complejidad de Histoire(s) du cinéma a la idea de “redimir al cine de su sumisión a las historias”, tematizando una tensión entre la “imagen-signo” que introduce relaciones y la “imagen-icono que suspende las historias”. Para él, los negros entre las imágenes de Histoire(s) convierten cada una en un ícono de valor sensorial o pictural: es un modo de de hacer hablar la mudez de las cosas; lo cual podría haberle remitido a la evolución de la cuestión entre Baudelaire (Elévation), Hofmannsthal (la crisis de Chandos ante las “cosas mudas”) y Rilke (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge). Ya en este último caso se advierte lo que M. Cacciari ha explicado a propósito de esta Kulturkritik (en Dallo Steinhof o L’angelo necessario): “el principio de interrupción domina sobre el de conclusión”, pero esta contingencia no abroga el problema de la representación, antes al contrario lo hace más pregnante. La cuestión no es si hay o no hay historias sino de qué tipo son. No es lo mismo la mudez y la epifanía de Chandos que el lenguaje musiliano que incluye su límite y que tantea los confines de la “atemporalidad del sentir” sin dejar de presentarse como un producto simbólico y social. Según esto, en Histoire(s) hay, evidentemente, historias (creadas por las relaciones entre las imágenes o entre imágenes y palabras, por las resonancias emergentes a partir de un nombre –por ejemplo, Albertine- o un título de novela –por ejemplo, El hombre sin atributos-, por la continuación virtual que sugieren los fragmentos yuxtapuestos… ); pero lo significativo es que se constituyen, no según una modelización simple y lineal (causal o teleológica), sino oponiendo a esta transparencia la discontinuidad de la cita, los derivas de la superposición y la repetición, etc.

[39] Como se ha explicado en “Entre dos finales de siglo” (revista D’Art, nº 22, Barcelona, 1996) es en los años 20-30 cuando se sistematizan y difunden las nuevas teorías científicas, tanto en libros de divulgación escritos por los propios científicos cuanto en textos más filosóficos.

[40] Lo cual no significa un juicio de valor respecto a la importancia de las obras; apunta a la hegemonía de un modelo nomológico-deductivo neopositivista en un lado (Cowering Law Model) y a la vulgata marxista en el otro; y junto a ese elemento ideológico, a unos usos sociales más restrictivos, según se percibe en el cine, mucho más pacato en general que el de antes de la guerra.

[41] Véase F. Guattari, Les années d’hiver. 1980-1985, Les Prairies Ordinaires, París, 2009 –especialmente, la “Introduction” y el texto “La guerre, la crise ou la vie”.

[42] Véase O.C. III, pp. 36 y ss. También 149, 205, 217, 313, 319, 366, 759, 761-2, 809, 888-9… ¿Cómo no pensar en Wittgenstein cuando Barthes constata (ib. p. 311) que “cuando un sujeto habla, (…) pasan muchas más cosas, en él y en aquel al que se dirige, que el simple mensaje estudiado por la lingüística”? .

[43] Sobre la idea de signifiance, O.C. III pp. 301-304, 317 y 737. Véase, en particular, el siguiente texto: “Un signo es lo que se repite. Sin repetición no hay signo (…). Sin embargo, observa Stendhal, la mirada lo puede decir todo, pero no se puede repetir textualmente. Por tanto, la mirada no es un signo, y sin embargo significa. (…) Es que la mirada pertenece a aquel reino de la significación cuya unida no es el signo (discontinuo) sino la signifiance (…). En oposición a la lengua, orden de los signos, las artes en general remiten a la signifiance. No es extraño, pues, que haya una cierta afinidad entre la mirada y la música (…). En la signifiance (…) (el) núcleo (significativo) (…) se ve rodeado de un (…) campo de expansión infinita en que el sentido se vierte y desborda, se hace difuso…”

[44] Le message fotografique, O. C., vol I. Con respecto a lo anterior, Barthes es muy claro en una entrevista de 1966: “Visualisation et langage”, ibidem vol. II.

[45] Como cuando se dice je t’aime; palabras que pueden tener a veces algo de coacción, pero que proferidas a la vez por ambos partenaires expresan una “verdad loca” que elimina toda “contabilidad” y apunta a un “modelo (…) socialmente desconocido”: “el intercambio, la donación, el robo –únicas formas de economía-” dejan su lugar a la dépense (al dispendio gratuito, a la exuberancia). Como se dice en R.B. por R. B., Barthes se ve como una “cámara de ecos”, y no vacila en tomar de aquí y allá nociones como, en este caso, la de dépense que Mauss inspirara a Bataille .

[46] Publicadas en 2009 en Seuil con el título Journal de deuil: son las fichas que Barthes escribió diariamente desde el 26 de octubre de 1977, el día después de la muerte de la madre, hasta el 15 de setiembre de 1979.

[47] Es la tesis de Michael Fried en El punctum de Roland Barthes, Infraleves, Murcia, 2008. Pero Fried parece más interesado en autocitarse y en legitimar su teoría del arte moderno que en captar la riqueza de matices de Barthes, con respecto al cual es equívoco hablar de “compromiso antiteatral”. Un índice de esta visión miope es la ausencia de reflexión sobre lo que representa la crisis de la intentio y su relación con lo que Barthes llama “crisis de la muerte” (lo cual, a su vez, se relaciona con el teatro como culto a los muertos; quizá por eso Fried considera “extrañamente fuera de lugar” el pasaje en que Barthes dice que la fotografía entronca con este aspecto del teatro: porque ello abre la teatralidad a implicaciones que van más allá de su discurso limitativo y sesgado).

[48] Le destin des images, op. cit., pp. 18-19.

[49] Barthes refuta aquí una frase de Thiers que exige al historiador “ser simplemente verdadero, ser lo que son las cosas mismas…”; cf. L’effet du réel, Oeuvres En la misma línea en R. B. por R. B. se presenta Mythologies como una “filosofía de la anti-naturaleza” según la cual “lo natural” remite siempre a una “mayoría social”.

[50] “¿Qué es lo que mi cuerpo sabe de la fotografía?”: tal es el interrogante de que parte el texto a la búsqueda de una “ciencia nueva” como “mathesis singular”.

[51] Antes lo ha explicado a partir del retrato del “dirigente del Labour americano Philip Randolph”. Un retrato en el que, como en otros de Avedon, hay una mirada directa a los ojos, a la que aquí además se suman otras cosas: Randolph ha muerto y su rostro transmite “un aire de bondad” ajeno a toda “pulsión de poder”.

[52] Musil dice esto en un capítulo de la Segunda Parte (“La constelación de los dos hermanos o los no separados y no unidos”), en el que Ulrich hace una “perorata” en torno a las relaciones de imagen y a la “imprecisión creadora de la imaginación”, entendiendo “imprecisión” en el sentido de poder tomar una cosa por otra aun siendo diferentes. Lo decisivo es la interacción operativa, el significado con que se vive lo relacionado, la aquiescencia que puede unir dominios alejados y que a veces depende, como en los hermanos, de un sentimiento pasional o de identificación: “la realidad (…) no se muestra sino a través de un cristal que en parte deja pasar la vista, en parte refleja a quien lo mira”. El título de esta Parte ya indica su carácter liminar (entre lo místico y lo transgresivo): “Hacia el reino milenario o los criminales”. Y respecto a eso es interesante lo que dice Musil en su Diario después de transferir el protagonismo a Agathe: “a Hitler, convergencia de elementos masculinos, le sucederá un matriarcado. Al hombre le queda la ironía”.

[53] Véase L’oeuvre du Féminin dans l´écriture de Maurice Blanchot, Complicités, Grignan, 2004.

[54] en L’espace littéraire (“La soledad esencial”) leemos: “Ver supone la distancia, la decisión separadora, el poder de no estar en contacto y de evitar la confusión del contacto. Ver significa, no obstante, que esta separación ha devenido encuentro. Pero ¿qué sucede cuando eso que se ve, aunque a distancia, parece tocarnos por un contacto que cautiva, cuando la manera de ver es una suerte de tacto (touche), cuando ver es un contacto a distancia, cuando lo visto se impone a la mirada, como si la mirada estuviera presa, tocada (…)? Lo que nos es dado por un contacto a distancia es la imagen, y la fascinación es la pasión de la imagen. (…) Este medio de la fascinación (…) es por excelencia atrayente: luz que también es abismo, luz horrible y atractiva en que nos abismamos (…) Escribir es participar de la afirmación de la soledad donde amenaza la fascinación (…) Escribir es disponer el lenguaje bajo la fascinación…(…), allí donde la imagen, de alusión a una figura, se convierte en alusión a lo que es sin figura, y dibujándose sobre la ausencia se convierte en la informe presencia de esta ausencia…”

[55] El punto de engarce central en este ámbito es que “el lenguaje se habla a partir de su propia ausencia así como la imagen aparece sobre la ausencia de la cosa”. Sobre la imagen en Blanchot pueden verse los estudios de R. Bellour y G. Didi-Huberman en Maurice Blanchot. Récits critiques, Farrago, Tours, 2003.

[56] Esta presencia de lo inconsciente remite no sólo al psicoanálisis, sino también a la Bildswissenschaft que ha presentado A. García Varas en Filosofía de la imagen (Universidad de Salamanca, 2011). Sobre lo que se dice en el párrafo véase tabambién H. Belting, Antropología de la imagen, Katz, Buenos Aires, 2007.

[57] Porque nos captura a distancia con la inmediatez del contacto: recuérdese la nota 54; pero ahora se dice más: “la fascinación se produce cuando somos capturados (nous sommes saisis) por la distancia (subrayado nuestro). Esto es: la distancia deviene “medio de inmediación”.

[58] La imagen es la muerte y la doncella a la vez, dice Didi-Hubermann en “De ressemblance à ressemblance” (cit.), donde comenta textos de Blanchot como estos de “Le musée, l’art et le temps”: “Sí, la imagen es felicidad, pero la nada habita cerca de ella, aparece en su límite”; y “La semejanza no es un medio de imitar la vida, sino de hacerla inaccesible, de establecerla en un medio fijado que escapa a la vida. Las figuras vivas, los hombres, son sin semejanza (sans ressemblance). Hay que esperar a la apariencia cadavérica (…) para que un ser tome esa belleza mayor que es su propia semejanza”.

[59] Image et memóire. Écrits sur l’image, la danse et le cinéma, Desclée de Brouwer, París, 2004, pp. 138-139.

[60] Véase F. Neyrat, L’image hors-l’image, Editions Léo Scheer, París, 2003.

[61] Ya Sartre ha tratado la cuestión en La imaginación (EDHASA, Barcelona, 1978), especialmente en el apartado “El problema de ‘las características de la imagen verdadera’”, referido a H. Taine y otros.

[62] Asimismo en la filmografía de Lang (que, no se olvide, era vienés) podríamos citar Secreto tras la puerta, donde hay a la vez burla y aplicación del psicoanálisis, o El ministerio del miedo, en cuya diégesis reaparece la correlación psicoanálisis-esoterismo, al tiempo que la realización oscila entre lo onírico -el arranque en la feria, el paisaje de cráteres…- y lo estereotipado -el género de espías y de propaganda bélica.

[63] Un saber que se opone al del periodista televisivo de Lang (Dana Andrews) en el mismo sentido en que l’image/ hors-l’image se opone a la image trop visible de los media o del cine imperante. La expresión trop visible es usada por el poeta Michel Deguy en contraposición a le peu visible del arte en un texto que parte de una idea ya dicha: el de la imagen es “un modo de ser penetrado de no ser”, lo que significa, por un lado, una necesaria correlación del ver con el imaginar, y por otro, que, cuando tout est à voir, la expectativa de satisfacción que anuncia el “diluvio de imágenes” no puede sino verse frustrada por ese mauvais infini o infini pénurique (“siempre seremos pobres en imágenes”). Aquí se ve la contraposición citada: inversión de la pobreza enfrentada a riqueza falsa. Asimismo, este efecto alucinatorio homogeneizado se opone a la hallucination einsteiniana, en tanto que no es un efecto de apertura sino de cierre: de ahí el título del texto: “Contre l’image”. Pero la imagen que Deguy rechaza es la que denomina “imagen sepultura”, la de una mundialización espectacularizada que él nunca deja de adjetivar (mondialisation américaine du monde, mondialisation libéral) y que se caracteriza por despreciar la palabra; ante lo cual (y en esto coincide con Rancière) dice: pas de visibilité sans dicibilité. (Les images et l’image, ed. de la Différence, París, 2003).